INTRODUCCIÓN

Veo a través del reflejo del espejo de un baño, el cual está atenuado por la oscuridad del ambiente, y en él veo mi falo moribundo, taciturno y despojado de toda virilidad, desterrado de todo orgullo e imposibilitado de cualquier conquista. En mi rostro se dibujaba una evidente y desesperante frustración. Con mi mano derecha, en un intento estéril, trataba de reanimar mi hombría agitando vehementemente mi invertebrada, gelatinosa y frágil masculinidad; mientras que con la izquierda me sostengo la frente con impotencia y trato de enfilar el batallón de mis pensamientos que se encuentran caóticamente desordenados y atolondrados. Mientras tanto, en la cama de la habitación 324 se encuentra aquella bella mujer, la cual fue despojada de todas sus prendas, asaltada por la pasión inconmensurable que encendimos con el calor de nuestros besos afiebrados y toqueteos traviesos, pillos y maliciosos que tuvimos minutos antes, mujer con la que había soñado noches enteras con la desnudez de su cuerpo, aquella que inspiró durante semanas mis más bajas pasiones, y que tiene de manera intrínseca y heredada la sensualidad que quise poseer desde la primera vez que la vi.

Escribo este episodio bochornoso de mi pasado más reciente, mientras me encuentro sentado en un pequeño escritorio de madera, acomodado en la esquina más exiliada de la sala de mi casa, lo cual es —y me refiero al hecho de estar en casa—, un evento muy aislado últimamente, ya que me he dado cuenta que a medida que pasan los años, el hogar se transforma en una parada breve del día, en una estación donde se recargan energías, un lugar dedicado en su mayoría a dormir; pero en fin, frente a mí hay un librero con cuarentaitrés libros de los cuales he leído como buenamente se pudo, unos treinta y tantos; y la verdad, ya con casi treinta años, me parece una cantidad en demasía diminuta, claro, comparado a lo que en su momento quise llegar a leer.

Y es que aún recuerdo aquel Marco desaforado, iracundo, y abrumado porque no le alcance la vida para leer todo lo que quería llegar a saber; recuerdo que mi pasión por la lectura fue tanta, que en algún momento llegué a tener un odio incomprensible al trabajo y a los estudios, sentía que interrumpían mi hambre de conocimiento, mi sed de comprender el mundo, a las personas, y si es que me alcanzaba la vida, con una ínfima esperanza, a las mujeres.

El número de libros que tengo en mi estante, y la cantidad de escritos publicados en este blog, evidencian que mi hambre y el ímpetu del Marco de aquellos años, no son más que un vago recuerdo; recuerdo de un Marco actual que se olvidó de él mismo, se olvidó de hacer lo que le gusta, se olvidó de sus gustos más filantrópicos, más pasionales; cambió su hambre de conocimiento por hambre real, y abocó sus fuerzas en suprimir esa necesidad en base a trabajo; me he vuelto preso de mi ambición, y he dejado de vivir la vida para poder vivir bien.

Pero hoy estoy aquí, frente al computador, con las piernas entumecidas por el frío cortante, dándome la oportunidad de regresar brevemente a ese pasado el cual añoro, dejando los pendientes laborales para divertirme un poco como lo hice tantas veces en mi yo de hace más de diez años, menos adulto y más feliz.

Y algo que no ha cambiado en mí, y una cualidad de la cual disfruto mucho, es mostrarme al mundo exponiendo mis contadas virtudes, pero también —y con mayor entusiasmo—, mis amontonados e innumerables defectos, me muestro como un arlequín, un bufón; hago una representación caricaturesca de mis desventuras, no temo en hacer el ridículo, ni desgasto mi escaza energía en ocultar mi lado más vergonzoso. A medida que han pasado los años, mis ocurrencias e infidencias se han transformado en una gasolina que enardece la mecha detonante de grandes historias que entretienen a las personas que las escuchan o leen; esto me ha servido para entablar largas conversaciones, que van más allá de simples cordialidades y posturas forzadas, ligadas a la moral y a la altura de la situación. Descubrí que la originalidad de una persona vuelve más cercana y más humana la conversación.

Siendo congruente con lo antes mencionado, quiero presentarles este episodio penoso de una noche increíble, pero no de fantástica, sino de inverosímil, de burlesca; una noche en la que fui un saltimbanqui del infortunio, un agraviado del destino. Nunca podré olvidar la impotencia de aquella noche, impotencia en el sentido literal de la palabra —escribo esta última parte a carcajadas—.

DISFUNCIONANDO

—Señorita, deme una caja de preservativos, por favor—. Pregunté en voz alta, mientras una señora de unos sesenta y pico años me miraba con estupor y desaprobación.

—¿Desea clásicos o con retardante?—Me respondió con seriedad, y haciendo énfasis en la palabra retardante, como si en algún pasado ella hubiera sido testigo de mi rapidez—. Yo carraspeé un par de veces, mientras miraba pausadamente la vitrina donde se encontraban las tres únicas opciones de preservativos que había, evidentemente hacía esto para disimular que su respuesta me había incomodado.

—Ehmm, ¿tiene con espuelas?— Respondí incómodo.

—No, sólo con aros—. Respondió, seca, sin ánimos, haciendo notar que no tuvo un gran día.

—Deme una caja—. Respondí resignado.

Ya con los preservativos en el bolsillo de mi chaqueta, crucé la calle y con las manos agarrotadas por el frío seco de la sierra, busqué las llaves en mis bolsillos, al encontrarlas las saqué con mis manos tiritantes, la vibración incontrolable de mis manos hizo que se me cayeran al suelo; y  al momento de agacharme para recogerlas, y en la posición fetal a la que me había reducido momentáneamente, hizo que la presión en el bolsillo de mi chaqueta expulsara los condones al suelo sin que yo me diera cuenta.

—Joven, se le ha caído —. Me alertó Nilda, mi vecina, y con una de sus manos trataba de tapar sus risas, señalando con la otra mano la ubicación de mis preservativos.

Nilda era una mujer de estatura muy baja pero de presencia notable por su robustez, su acento era muy característico de la sierra más profunda, siempre andaba con el cabello recogido y relamido, tenía la sonrisa mellada, dejando un gran vacío, una desconexión entre diente y diente, tenía una hospitalidad encantadora, —una hospitalidad muy característica de la sierra, también—. Ella vendía artesanías locales, pero, ante una disminución de extranjeros en la ciudad, decidió adicionar en la puerta de su local, que era contiguo a mí local, una caja deteriorada de madera, pero atiborrada de golosinas y cigarrillos, la puso encima de un coche para bebés destartalado, y cada tarde se formaban pequeños grupos de personas adictas al tabaco para comprarle su mercancía que muy seguramente provenía del contrabando.

Yo me reí con ella, agradeciéndole por haberme alertado de mi descuido, y despidiéndome con un tipo de vergüenza cómplice, con esa risa falsa que le das a un familiar después de que te encuentra tu extenso historial pornográfico en el navegador, acompañado de un silencio incómodo en el que no se dice nada, pero se entiende todo.

Recuerdo haber estado con el tiempo justo, sólo regresé a la oficina para recoger algunas cosas que iba a necesitar para la noche, como batería externa y cargador; todo indicaba a que iba a pasar toda la noche con ella. Con determinación y rapidez hice el cierre de mi local. Una vez asegurada, exhalé un suspiro nervioso, mientras miraba hacia el último candado que cerré, yo me encontraba desconexo, pensando en la nada misma, tratando de asimilar que la espera estaba por llegar a su fin. Cada vez faltaba menos para ese gran momento.

Una vez afuera me crucé el saco y traté de cerrármelo hasta el cuello, era un frío inusual el que hacía esa noche, o tal vez, simplemente eran mis nervios al saber que el día había llegado, nadie me había confirmado nada, pero algo en mí me decía que esa noche por fin la tendría entre mis brazos y en una conexión que fluiría del sur al norte íbamos a enlazar nuestras vidas, acoplándolas como nunca antes lo habíamos hecho. Esa noche sabía que iba a firmar el pacto en el que finiquitábamos esa transacción final, en la que le entregaba mi vida completa en su manos, para que fuera ella la que decida si cuidarla o destruirla, —aún más, claro está—.

*

Esa noche recuerdo que había un tráfico irreal, la calle rugía como un enjambre de bestias metálicas atrapadas en una jaula sin salida, cada claxon era un grito desesperado que bifurcaba el aire gélido de esa noche; las calles se convirtieron en una coreografía absurda de frenazos y arranques, placas de fierro que rechinaban con cada frenado, los conductores bajaban de las bestias metálicas para ver si era un choque lo que ocasionaba el trancón, pero no, era simplemente una noche caótica, como lo iba a ser para mí también.

Al ver que era inútil la idea de tomar un taxi, y ya encontrándome atrasado para poder acomodar un poco mi desaliñada presencia y tratar de adornar de cierta forma algunas grietas que, en esos primeros meses de flirteo, de seducción, de novedad en la relación, de castidad amorosa, en la que uno trata de encubrir, uno trata de enmascarar aquellos pormenores que no declaró, que discreta, pero, sobre todo intencionadamente omitió en su presentación inicial. Siempre uno habla mucho más de lo que realmente ofrece, y es normal querer agradar por el oído; enaltecer la seguridad masculina diciendo que los celos no forman parte de nuestra vida, cuando es inevitable no sentir celos de alguien o de cualquier cosa que realmente te importe; también se me hace natural el querer esconder ciertas falencias ligadas a la intimidad, como rendimiento, tamaño, potencia y hasta rapidez. Si los hombres fuéramos sinceros en su totalidad, haríamos el amor cada quinquenio. Con suerte.

Pero al ver la procesión automovilística, opté por avanzar a pie, no era la opción más rápida, pero iba a llegar igual o ligeramente más rápido que yendo en taxi, así que inicié la marcha. A pocos metros de haber iniciado me encontré con Facundo, que, al igual que yo, era un joven dueño de un restaurante de comida rápida mucho más exitoso que el mío, ambos teníamos rubros parecidos, pero él era más antiguo, más apuesto y exponencialmente más exitoso; ambos tuvimos una distanciada amistad de paso, no conversábamos mucho, no compartíamos el mismo club, no pertenecíamos al mismo círculo social; simplemente éramos dos almas jóvenes emprendedoras que al cruzarse y ver sus similitudes, empatizaron y pactaron una cordialidad que perduró en el tiempo.

—¿Cómo estás?— Escuché una voz cercana, —como a un metro mío—, en su voz noté un acento muy característico de aquellas personas que pertenecen a ese grupo más selecto, más cerrado y más adinerado de mi país. Levanté mi mirada y era Facundo, siempre con su sonrisa gingival, su barba poblada castaña, sus rizos largos, brillosos y de un castaño aún más claro; vestía unos pantalones cargo militares, unas botas de trekking, —las cuales siempre se me hicieron horribles, tan horribles como su excesivo precio—, y un polo brandeado con su marca. Su estilo era muy simple, sin embargo él no se veía simple.

—¡Hola Facundo! ¿Cómo estás? ¿Qué tal el negocio?— Pregunté rutinariamente. Eran las preguntas que le hacía cada que lo veía, siempre.

—Bien, todo buenazo, ¿qué tal tú?— Me repreguntó con mucha amabilidad, aunque siempre con ese tono alturado que llevaba impregnado en sus genes oligárquicos.

—Pues ahí vamos, un poco bajo porque ayer tuve even…—

—Hola—. Interrumpió, entrando en escena una mujer con ligereza en su andar, su figura era delgada, discretamente delgada; sus gestos eran pequeños, precisos, delicados y seguros. Su altura era promedio, su cabello era aún más castaño que el de Facundo y vestía un vestido largo y una casaca de jean.

—Te presento a mi novia, Marco—. Dio un paso hacia atrás, dando la venia para que procedamos a saludarnos, lo cual hicimos de forma muy diplomática—. Mafer, te presento a Marco, es dueño del negocio que está más abajo.

—¿El que hace karaoke?— Preguntó con falso asombro.

—Sí, ese mismo—. Respondió Facundo.

La presencia de Mafer se me hacía incómoda desde meses atrás, puesto a que ya nos conocíamos de antes; nunca fuimos amigos, nunca intercambiamos palabras, ni mensajes, ni mucho menos sabía su nombre; sin embargo, nos conocíamos de vista. Una tarde de rutina entré a un salón de uñas, del cual en su momento fui dueño, mi plan era claro, cuadrar caja y emprender mi retirada; mi estancia ahí siempre se me hizo agobiante, era un mundo de mujeres en el que mi presencia siempre descompaginaba con el entorno, y el ingreso de mi corpulencia y mi vientre panzudo siempre jalaba la atención y los cuestionamientos de las clientas que se atendían con frecuencia en el salón.

Esa tarde se encontraba Mafer atendiéndose, y cuando entré sentí como su mirada se clavó en mí; y mientras hacía la contabilidad, tenía todo el tiempo la sensación de que alguien me miraba, y cada que levantaba mi mirada, estaba ella y sus ojos claros alumbrando como faroles hacia mí. En ese momento estaba soltero y el ego que te genera el sentirse observado —y deseado hasta cierto punto—, se me hacía excitante, por decirlo suavemente. Por mi parte nunca hubo un retorno, ni una reciprocidad en la coquetería, simplemente la miraba sin gesticular ninguna expresión, en mi cara no había respuesta ni correspondencia.

Con el paso de los días la vi unas cuántas veces más, pasaba periódicamente por mi restaurante, me miraba y yo la miraba con la misma inexpresión de la primera vez, era un juego de miradas, de mensajes sin respuestas. Al principio, fue una casualidad inocente, o al menos así lo interpreté yo, creía que era una mirada fugaz, casi accidental; pero luego sentí como en su mirada cargaba un destello que prometía más de lo que dejaba ver. Una tarde en la que abría los candados de mi restaurante, pasó mirándome a los ojos, pero a diferencia de otros días, sentí que sostuvo la conexión un segundo más de lo necesario, mientras dibujaba en la comisura de sus labios una ligera sonrisa. Esa misma tarde, horas más tarde, la vi abrazando y besando a Facundo, ¡Facu!, mi entrañable y amigable competencia, ese ser gentil que siempre me saludaba con su sonrisa gingival.

De repente, cada mirada suya se sentía sucia, cada pensamiento y cuestionamiento que me hacía sobre ella, se sentía como una traición al lazo distante e invisible que me unía a Facundo. Era como si un juez invisible me señalara y me condenara al exilio. Yo no había cruzado ninguna línea, sin embargo, mi propia mente me acusaba. A pesar que no sabía del vínculo entre ellos dos, me cuestionaba de cómo había permitido que algo tan simple como una mirada o una sonrisa, ahora se enredara en algo tan complejo e incómodo. Me sentía un ladrón que no robó nada tangible, pero que robé la mirada de una mujer ajena, mirada que sólo debió pertenecer a Facundo, ese gran hombre, correcto y dedicado a su negocio. Desde ese momento evité de todas las formas volverme a cruzar con ella, hasta aquella noche.

—Facundo, te tengo que dejar, estoy sobre la hora, tengo una cita—. Respondí abruptamente, poniendo una barrera en la presentación de Mafer. Ya intercambiar palabras con ella se me hacía repugnante de mi parte, más aún ahora que yo tenía novia.

—No te preocupes, Marco—. Respondió. —El domingo hay mañana de tenis en el club, ¿juegas? Bueno, si juegas vas—. Añadió muy amablemente—. Por alguna razón él quería estrechar esa amistad distante, pero ahora más que nunca no podía corresponderle a su amistad.

—Hace años no juego, Facu, pero cualquier cosa estamos en contacto—. Respondí mintiendo, ya que nunca había jugado tenis. Con una sonrisa desdibujada me alejé de ellos.

*

Ya a la mitad de camino, y hasta cierto punto arrepentido de aventurarme a ir a pie, agarrotado por el frío desolador de aquella noche, paré en un quiosco que estaba en una esquina.

—Un cigarro y una barra de Halls de mora, por favor—. Pedí a la señora que atendía el quiosco.

En lo que chupaba el caramelo y encendía mi cigarro, vi que al frente había un hotel de paso que decía «15, 20 y 30 soles», y de él salía una pareja sonriente; la señora, corpulenta y de un culo enorme, evidenciaba con su sonrisa y cabello mojado, que por lo menos un orgasmo había tenido. Su pareja, un chato cholón de cabellos hirsutos, ensanchaba el pecho y zigzagueaba su mirada de izquierda a derecha, como dando a entender que fue él el que le dio su buena samaqueada.

Yo esbocé una sonrisa y continué mi camino detrás de ellos, y mientras fumaba, miraba cómo la señora de culo grande se reía ante todo lo que el cholón hirsuto, serio y sin mayor esfuerzo, decía. De repente, sin contexto alguno, el cholón aguerrido, envalentonado y con una rapidez que no esperaba ni él, azotó con vehemencia el enorme culo de la señora de culo enorme. La mano aterrizó en sus nalgas con un estruendo digno de una procesión, de una balacera de antaño del viejo oeste, haciendo que aquel sonido fuera más impresionante que el propio golpe. La señora, amortiguada por el escudo de grasa que recubría la magnitud inverosímil y grotesca de su culo enorme, estalló en risas, y afiebrada por lo viril—, y por lo visto—, buen montador que era su marido, se trepó a su cuello, dándole un beso apasionado que calentaba un poco aquella noche fría; mientras lo besaba el chato cholón sobaba con ternura la inmensidad de sus glúteos.

La escena me pareció conmovedora, por decirlo menos, y aunque con un poco más de elegancia, yo me proyectaba en ellos, y me preguntaba si sería hoy el día en el que yo también salga con el pecho inflado, si mi mujer también saldría aún más china pero de felicidad y placer, y si también sería tan valiente y macho como aquel cholón hirsuto, y marcaría territorio con el estruendo de mi mano en sus nalgas. Sin querer, y de repente, me volví en un admirador del chato cholón y quería ser como él: “¡Grande, Chato Cholón!” decía en mi mente, en lo que soltaba una carcajada.

Mi risa duró muy poco, pues faltaban pocas horas para ese momento tan esperado, y muy típico en mí, había olvidado hacer la reservación del hotel— ¡Qué idiota eres, Marco!— me dije en mis adentros. Caminé unos cien metros más y me senté en la banca de un parque desolado, agarré mi celular y empecé a buscar hoteles. Mientras miraba la pantalla, me cuestionaba—, ¿a qué hotel la llevo?—Gran pregunta. No quería ofenderla llevándola a un motel, en donde a cierta hora de la noche se comparten los cánticos eclesiásticos dirigidos a Dios en cada gemido, los cuales se escuchan de habitación en habitación e incitan a las más bajas pasiones. Pero también sentía que un hotel con una reputación más elevada podría sentirse demasiado ostentoso, y podría cohibirla de explorar juntos nuestros instintos más carnales y cavernícolas.

Las opciones eran muchas y mi experiencia era nula, sobre todo si hablamos de hoteles de reputación elevada, nunca había tenido la necesidad de recurrir a la elegancia, porque nunca había tenido a mi lado una mujer que su presencia me obligue a sacar mi lado más refinado. Yo estoy acostumbrado a la inmundicia, al caos, al bajo mundo, en donde pueda explayar mis alaridos e insultos afiebrados a viva voz. Estoy acostumbrado a esos hoteluchos donde encuentras sillones tántricos, jacuzzis con luces, tubos y espejos por todos lados, los cuales reflejan al salvaje irracional al que me reduzco por la embriaguez que me provoca el deseo.

Tenía que tomar una decisión rápida, el tiempo se hacía cada vez más corto y el frío invernal empezaba a enfermarme, sentía como penetraba en mis pulmones y me generaba una tos alérgica y sentía también cómo una ligera y húmeda viscosidad se aproximaba hacia la punta de mi nariz. Mi elección fue casi aleatoria, sólo tuve dos criterios a evaluar, que no sea muy elegante como para advertir una ostensión, ni tan patibulario como para que envíe un mensaje erróneo en el que asumo que pasará algo; porque algo que no conté en esta anécdota, es que nada me aseguraba que iba a pasar, las probabilidades habían aumentado, pero había un porcentaje, no menor, de que lleguemos a dormir.

Reservé en el Incamin Mirador, un hotel que cumplía con las características que buscaba, claro, según fotos de internet. Era un tres estrellas del cual no podía ostentar excesivos lujos, pero tampoco cabía la posibilidad de una malinterpretación, porque a simple vista se veía un hotel decentón.

Conchasumare ¡Qué frío!— Exclamé mientras me frotaba las manos, y me envolvía en mi saco lo más que se podía. En mi entrepierna sentía un vacío, y me di cuenta que mi hombría se había reducido, se había apocado, casi extinguido; el frío lo había obligado a ponerse a buen recaudo, y en una especie de sentido común, mi pequeño, pero incondicional compadre se había encapuchado y adentrado a un lugar más cálido, más visceral—. No me vayas a fallar, compare, no me vayas a fallar—. Le hablaba a mi colgajo, aún más chato y aún más cholón el cual llevaba entre las piernas, y nos comunicábamos en una especie de telepatía, como presagiando el desastre.

*

—¡Auch mierda!— Grité mientras miraba como una gota de sangre recorría mi estropajo colgante—. No puede ser, ¡Qué mala suerte! ¡Justo hoy!— Renegaba en lo que le echaba agua para desensagrentarlo y poder continuar con el acicalamiento. Una vez finalizado, me vi en el espejo, desnudo, de cuerpo entero, en el reflejo miraba un hombre perfectamente acicalado, de pies a cabeza; pero había algo que no me terminaba de agradar, no sé si era la panza prominente y desfondada que entraba en disonancia con mis piernas flacas y escuálidas, o si era mi zona genital, que al haber sido despojada de sus pieles más peludas, era totalmente dispar con el resto de mi cuerpo velludo. O era mi masculinidad alicaída y deprimida ante la forma salvaje en la que había sido incisionada. Ya para finalizar, me eché un chorro de colonia directo en la herida, lo cual me hizo lagrimear de dolor.

Ya bañado, cambiado y perfumado me vi nuevamente al espejo, en él miraba mi rostro ya añejado por los años, las marcas del tiempo ya se empezaban a notar, ciertas grietas se hacían más evidentes, mi semblante se miraba más cansado, y aunque había pulido con precisión de relojero cada parte de mi atuendo: mis botas negras estaban impolutas, mi pantalón negro se encontraba limpio y planchado, encima tenía una camisa negra de cuello chino, y para abrigarme, una casaca de cuero, negra también; un atuendo muy fúnebre, una vez más, presagiando el desastre en el que me iba a convertir.

Elegí, dentro de todo, una vestimenta más casual, me engominé el cabello y traté de cambiarme el semblante, volviéndolo un poco más juvenil, después de todo, quería estar acorde a la mujer que, aunque elegante, no dejaba de irradiar su juventud más temprana. Ella era siete años más joven que yo, ella tenía veintidós años en ese momento y yo tenía veintinueve años, ya transcurridos y casi a vísperas de cumplir treinta, a ella aún le faltaban unos buenos meses para cumplir veintitrés.

Aquella noche nació una nueva inseguridad en mí, por primera vez me sentí muy viejo para alguien, y aunque siempre he tenido el alma vieja, esta era la primera vez que me sentía físicamente envejecido, casi como un carro destartalado próximo al desuso. Cuando la vi por primera vez, casi estrenando sus veintidós, conecté con sus ojos rasgados, y no sé qué haya sentido ella, pero más allá de la conexión instantánea que tuve con ella, sentí como con su mirada me dio una inyección de energía, de juventud, de remembranza de mis años más mozos, vi en ella una juventud hermosa que quería poseer, a como dé lugar, sin ningún reparo en lo que tenga que dar o sacrificar con tal de unir nuestras vidas, de hacerla mía en todos los sentidos que existan. Su piel era tersa como de una porcelana, sus piernas largas, estilizadas y quería que algún día me envuelva con ellas. Sus manos ¡Dios! Sus manos blancas, sin mancha alguna, sus dedos alargados, sus uñas perfectas, adornadas con joyería fina que, aunque hermosas, no le hacían justicia a la belleza de sus manos, que por sí solas son dignas de admiración, las manos más simétricas que he visto en toda mi vida. Su cuerpo era esbelto, elegante, no había nada en ella que sea grotesco, pero aún así, su cuerpo te incita a apropiarse de él, pero su distante elegancia no permite que cualquier sopeco intente siquiera faltarle el respeto, cada mirada hacia ella es como una afrenta, una osadía, un desparpajo que rompe el velo de lo inviolable, esa noche que la vi por primera vez, mi mirada temeraria y sacrílega, cruzó el umbral de lo permitido y se perdió en su presencia tan inexcrutable. Su sonrisa coqueta y traviesa te invita a besarla, pero un paso en falso y con sus manos tan perfectas, tan ajenas a la violencia, se encargará de darte un castigo divino. En resumidas cuentas, cuando la vi, vi en ella una mujer joven, excepcionalmente joven, pero con una elegancia y una distinción de una mujer de clase, distinguida, alturada, inalcanzable.

La vibración del teléfono me distrajo, y en la pantalla apareció una notificación:

Uber: Su conductor se encuentra en el punto de recojo.

*

Las paredes retumbaban al ritmo del bajo, el eco y la reverberación envolvía el ambiente, las tiras LED rojas que recorrían el perímetro de los techos altos, teñían las paredes blancas de tonos rojizos, dándole a la casona un aspecto infernal. Mientras caminaba hacia la entrada de la discoteca, podía ver a mis costados como las personas contemplaban mi recorrido, admirando como ese hombre con el cabello engominado, decidido, caminaba valiente y estoico hacia su destino, hacia su conquista.

Al mismo tiempo que los guardias requisaban mis bolsillos antes de mi ingreso, avizoré entre las multitudes de personas que contorneaban sus cuerpos al ritmo de la música cadenciosa, estrafalaria, llena de algarabía y juventud; justo en el fondo, en medio de todo ese tumulto, apareció su rostro, su bello rostro, su belleza indescriptible opacaba el entorno, los reducía a nada; su belleza omnipresente se esparcía por cada rincón del lugar, sus ojos rasgados me miraban, me acusaban, me atraían. Mi corazón se aceleró y esa seguridad con la que había ingresado empezaba a tambalear.

—Adelante, bienvenido—. Me dijo el de seguridad, con su voz grave que estremecía los cimientos de mi existencia, girando hacia un lado su corpulencia agigantada, dando paso recién al recinto bullicioso. Su inmensidad lo había convertido en una especie de portón humano.

Ella, muy amablemente se acercó a la puerta, como a darme una bienvenida—Hola, mi amor—. Me dijo, mientras acercaba sus labios para darme un inocente y decente beso.

—Mi amor, ¿estás bien aquí? ¿No quieres ir a otro lado?— Le respondí, mientras tomaba su mano.

—No me hago problemas, amor, mientras sea contigo, cualquier lugar está bien—. Respondió, mientras mi corazón latía a mil por hora al escuchar su respuesta.

Decidí que nos quedaríamos ahí, entendí que, después de todo, a mí tampoco me importaba el lugar mientras sea con ella. Pero, para envalentonarme y dejar de lado la timidez que me caracteriza, procedí a comprar shots de tequila y vasos de whisky, los cuales tomaba uno tras de otro como si de un jarabe para la tos se tratara, quería ponerme en ‘ambiente’ , quería beber hasta fulminar cualquier rastro de mis vergüenzas, y dejarlas flotando junto con el hielo que se derrite en mi vaso de whisky, quería dedicarme a ella y hacer de esa noche perfecta, una de esas que se cuentan con una sonrisa culpable al día siguiente.

Ya con un par de rondas de alcohol en mi organismo, y ya sintiendo el adormecimiento de mi nariz—, indicativo de que ya entré en ‘ambiente’—, la tomé del brazo y la guié hacia el centro de la pista, allí empezamos a contornear nuestros cuerpos al compás de la música, sin importar el género, ni la multitud que nos rodeaba. Ambos nos elevamos a una dimensión en el que el mundo desaparecía y sólo quedábamos nosotros dos, inmersos en una sinergia perfecta, danzando como dos almas gemelas que, tras una eternidad de búsqueda, al fin se reencontraban.

En algún momento de la noche, el ritmo de la música ameritaba un entrelazamiento de mi pierna entre las suyas, mientras con mi mano sostenía la parte baja de su espalda, y con la convicción que te da el alcohol, la traía hacia mí en sinergia con la melodía; su rostro frente al mío se miraban con dominancia y sumisión, el alcohol me había envilecido, y en mi mirada brillaban destellos intensos que se cruzaban con los suyos, la deseaba con una pasión incontenible, y sé que en su confusión o timidez, ella también sentía lo mismo. Con mi otra mano cogí suavemente su nuca y con malicia juguetona acerqué su boca a la mía, dejando que el deseo flotara entre nosotros, suspendido en el aire, sin permitir que el beso se consumara.

En mi muslo sentí cómo el Edén que habitaba entre sus piernas aumentaba su temperatura, enardeciendo de pasión, de deseo, como si fuera una especie de somatización de sus pensamientos; en su rostro se dibujaba una sonrisa traviesa, provocativa que me suplicaba que consumara el beso.

—¿Si ya nos vamos?— Me susurró, acercándose a mi oído, dejando que sus labios húmedos mojaran mi lóbulo.

—¿Estás segura de lo que dices?— Le respondí susurrándole en los labios.

Ella me tomó del brazo y decidida y envalentonada por el deseo, me jaloneó hasta las afueras del recinto. Yo me encontraba doblemente embriagado, por el alcohol y por el deseo.

—Pide el taxi—. Me ordenó.

Yo que estaba tan acostumbrado a irme al finalizar las fiestas, a dejar de bailar cuando el volumen a la música disminuye, a esconderme cuando la noche termina y el sol insidioso y felón empieza a salir. En ese momento vi mi reloj y no eran ni las tres de la mañana y nunca había estado tan feliz de obedecer la orden de irnos a esa hora. Pedí el taxi.

Ya en el taxi tuvimos unos cuántos minutos de serenidad, de sosiego, mientras un silencio sepulcral inundaba el vehículo, hasta que decidimos darnos el primer beso, el cual volvió a desatar el infierno pasional que nos envolvió en un intercambio acalorado de fluidos. Una mano traviesa bajó a mi zona prohibida, —que para ella era permitida, era su propiedad—, y empezó a estrujar mi hombría; mientras que yo, hacía mi mayor esfuerzo por no erupcionar ante el deseo.

—¿Aquí está bien o volteo a la derecha?— Preguntó el taxista. Mientras que yo recién conectaba con el mundo real, y trataba de orientarme y ubicarme en este planeta.

Evidentemente no tenía una idea de dónde quedaba el hotel, llegar ahí fue un azar del destino para el cual no me habían dado un mapa, estaba perdido, aturdido por la forma abrupta en la que me despertaron del sueño pasional de sus besos.

—Creo que es a la derecha—. Le respondí, con los labios enrojecidos por la fricción. Al avanzar un par de metros reconocí la fachada del hotel.—Es aquí, señor—. Le di la orden para que nos dejara en la puerta.

Una vez dentro del lobby del hotel, mientras registrábamos nuestros datos, observaba el recinto detenidamente, calificando si el precio justificaba las instalaciones, y sobre todo, si el lugar era lo que tenía pensado para esa noche y para la comodidad de ella. En definitiva, el hotel cumplía con el mensaje que quería dar. Terminamos de registrarnos y ya con la llave en mano, nos dirigimos a la recta final de lo que sería nuestro destino.

*

—Ponte cómoda—. Le decía, mientras yo me desataba los pasadores.

Era la primera vez que dormiríamos juntos, era la primera vez que estábamos solos en un ambiente como ese, y con la predisposición de dar el siguiente paso. Los nervios empezaron a difuminar ese estado de embriaguez que tuve previamente, el corazón me retumbaba preocupantemente, haciéndome cuestionar si así se sentía la antesala a un infarto. Ya despojado de mis prendas mayores, y en una completa pérdida de la vergüenza, caminé hasta la cama, invitándola a que ella haga lo mismo. Ella sólo se quitó la casaca y zapatos, dando a entender que dormiría con ropa, a lo cual yo la tomé de la mano y le dije:

—No tienes de qué preocuparte, ponte cómoda, todo se dará de acuerdo a como tú lo permitas—. Ella, con una sonrisa tímida empezó a desabrocharse la blusa, despojándose también de todas sus prendas mayores, dejando ver parte de su desnudez, y dejando poco a la imaginación. Por primera vez quedé maravillado con su sensualidad, y aunque por dentro ella tenía que estar tímida y nerviosa, la sensualidad que Afrodita le había heredado, hacía que no se notara ningún tipo de nerviosismo al mostrar su cuerpo, como si la elegancia y el erotismo serían intrínsecas a su existencia.

En su distante elegancia y exclusividad, nunca había permitido que nadie explore esa zona prohibida, esa que va más allá de los límites naturalmente permitidos, era una especie de regalo divino que no estaba destinada para los mortales; pero el amor, que todo lo corrompe y que sobrepasa todos los límites del entendimiento razonable y enloquece y atonta hasta el más sabio, le hizo cometer el error punible de rebajarse y mezclarse con un mortal como yo; su amor infinito la hizo renunciar a ese estado más puro en el que se había conservado, y entregarse a mis brazos aquella noche.

Por mi lado, el ver parte de su desnudez generó en mí una necesidad de ver más allá de su horizonte; esa necesidad se incendió aún más por el alcohol que recorría por mi cuerpo. En un arrebato la empecé a besar apasionadamente, de la forma más bruta e irrespetuosa posible, olvidando por un momento que ella pertenecía al Olimpo, intentando, por un momento, rebajarla a mi estado más animal; queriendo devorarla de la forma más salvaje. Bajeza a la cual ella declinó, y en un acto de sensatez, en una valoración real de la importancia del momento que ella me estaba obsequiando, decidió que esa noche no debía ser la noche en la que sería mía. Su sabiduría infinita reprimió el deseo, y decidió dictatorialmente que ambos teníamos que estar sin los efectos del alcohol, y volver de ese momento algo memorable que recordemos en su plenitud.

La lascivia nuevamente me había reducido a un ser que no razona, que se deja llevar por el instinto, y como una bestia salvaje no entendía el porqué no podíamos continuar, y en un acto de protesta pueril me saqué el colgajo e intenté agitarlo para demostrarle que nada iba a impedir que erupcione, que estalle de placer; pero fue tanta mi confusión y mi cólera, que mi virilidad se vio reducida y minimizada. Guardé la poca hombría que me quedaba y me voltee.

—Buenas noches—. Vociferé—. Buenas noches—. Sentenció.

*

A la mañana siguiente, sufriendo el leve castigo de los estragos de la ingesta un tanto excesiva de alcohol, empecé a observar detenidamente el lugar en el que me encontraba, miraba en el piso nuestras prendas desordenadas y esparcidas por todo el cuarto, la puerta del baño se encontraba entreabierta, yo no recordaba haber ido al baño, tal vez ella se levantó en la madrugada; la tarjeta que abría la habitación se encontraba en la mesa que tenía a pocos metros de la cama, una botella de agua se había derramado en la alfombra, y miraba como aún caían gotas entre tiempo y tiempo. Sin embargo, la parte más importante se encontraba a mi izquierda, allí estaba ella, tapada con una sábana blanca; sábana que sólo dejaba ver sus cabellos negros. La curiosidad me ganó, y en un acto explorativo, colonizador, destendí la sábana que cubría su espalda, y al ver su desnudez, sentí una electricidad que recorría mi cuerpo y erguía mis bajezas.

Me acerqué a ella suavemente y besé su hombro, acomodando mi brazo para acoplarme a su posición. Ella despertó, y tomó mi brazo y lo llevó a su pecho, acomodándose para despertar pausadamente.

—Buenos días—. Le dije mientras le daba un beso en el cuello.

—Buenos días, amor—. Me respondió, dándome un beso en la mano.

Mientras dejaba que pasen los minutos para que despierte, vi desde atrás de sus cabellos que ya parpadeaba sus ojos con regularidad, sin embargo no me decía nada, una vez más el silencio había inundado la habitación, y sin decir nada, entendíamos todo, la tensión se había vuelto palpable. Yo empecé a besar su cuello con mis labios humedecidos, de forma lenta recorría con besos hasta su nuca, mientras ella traducía su excitación en una erización pareja de toda su piel. Sentí como su mano apretó la mía, mientras yo apretaba mi falo erguido hacia ella, embonándolo en la bifurcación de sus glúteos por encima de su ropa interior. Sentí como exhaló el poco aire contenido que le quedaba. Yo me encontraba aún más nervioso, un hormigueo recorría mi hombría, dilatando todos los vasos sanguíneos de mi falo entroncado, que permitían que se irguiera en su máximo esplendor.

Empiezo a besar su espalda suavemente, mientras dejo que mi barba roce con picardía la piel de esa zona, —los jadeos empiezan a hacerse audibles—, mientras tanto, intento retirar mi mano que se encontraba enlazada con la suya y pegada a su pecho, acción a la cual ella no puso resistencia; y al liberarme llevé mis dedos escurridizos hacia el broche complejo de su brasier, pero, que los años y el paso inexorable del tiempo me dio la habilidad y la maña para desarmarlos sin mayor esfuerzo, despojándola así de esa primera prenda menor. Casi sin ver nada, dibujo con mis dedos la forma de sus senos, casi como si estuvieran prohibidos tocarlos, como si al tocarlos me fueran a dar la peor de las condenas, entonces los rozo con suma delicadeza, acaricio su aureola y acto seguido, con mi índice y mi pulgar aprenso la protuberancia de su pezón erguido, a lo que ella responde con un gemido ahogado ante el estímulo.

En un movimiento lento, ella voltea a verme a los ojos, en su mirada se nota un nerviosismo contenido, pero mezclado con un deseo ingobernable. Su rostro, marcado y compungido por la lucha interna que libraba en sus adentros, reflejaba la represión que su propio pudor aún le impedía dejar de lado, resistiéndose a entregarse por completo al deseo febril que la consumía. Con delicadeza y parsimonia junta sus labios con los míos, haciéndome sentir la humedad de los suyos, y esa frialdad en la saliva causada por el nerviosismo de las primeras veces. Es ahí cuando decide abandonar el pudor y entregarse al deseo de esa mañana, girando su cuerpo por completo, permitiéndome ver por primera vez la desnudez de su pecho descubierto, un gesto que despierta en mí la parte más primitiva y menos racional, llevándome a inclinarme hacia ella y empezar a besar, lamer y morder sus senos. Ella, con las manos aferradas a las sábanas, ahogaba sus gemidos, mientras una última frágil parte de su pudor aún la mantenía reservada, incapaz de entregarse por completo a la intensidad de su propio placer

—Ven—. Me ordenó mientras me jalaba de los cabellos hacia su boca. Me empezó a besar de forma infrahumana, ambas lenguas danzaban aleatoriamente, los besos se humedecían cada vez más, y sus manos apretaban mis mejillas, apresándome a sus besos de forma perpetua. Yo me puse encima de ella, abriéndole las piernas en una muestra de cómo los papeles se habían invertido, y ahora yo era el que dirigía la orquesta de nuestras pasiones. Mientras la besaba, apretaba y frotaba mi sexo con el suyo, eran dos mundos cercanos distanciados por un muro de algodón impenetrable.

Llevé su mano hacía mi pene erguido, ella, con su mano gélida, nerviosa, accedió, y sus dedos largos abrazaron toda su circunferencia, agitando suavemente de norte a sur y de sur a norte, mientras sus labios seguían reclamándome con ardor, sin tregua, ni descanso.

En pleno intercambio de fluidos, en el momento más álgido, más ferviente, más apasionado del beso, retiré su mano de mi falo con autoridad, ambos dejamos de besarnos y sólo se escuchaban nuestras respiraciones agitadas. Ella no sabía qué iba a pasar, cuando de pronto dirijo mi mano hacia el sur de su cuerpo, en una artimaña sagaz logro persuadir la barrera de su prenda menor, ingresando mi mano a la zona prohibida, al límite inexcrutable, a la zona fantasiosa que hoy cobra vida, a esas tierras vírgenes inexploradas de su intimidad. Su respiración se pausó. Uno de mis dedos se apresura y se sumerge en su cavidad humedecida, mojada, empapada. Su exploración tiene un fin, tiene como objetivo encontrar esa cúspide del placer, esa protuberancia que brinda el éxtasis absoluto a toda aquella mujer que encuentre en su exploración la combinación perfecta, en este caso me tocaba a mí encontrar ese movimiento que desprenda en ella el júbilo que induzca a su orgasmo.

A medida que frotaba con suavidad la zona, los gemidos eran más contenidos, las sábanas no podían —físicamente—, compactarse más ante el feroz agarre con el que se aferró a ellas. Y en algún punto, mi tacto sintió esa protuberancia, la cual empecé a frotar bidireccionalmente de arriba hacia abajo, incrementando la velocidad progresivamente, más no la presión con la que rozaba aquella fuente de los placeres. Los gemidos no se podían contener más, y se empezaron a hacerse cada vez más audibles. Su cuerpo se retorcía, mientras sus uñas se incrustaban en mi piel, cuando de pronto:

—Ven, entra—. Me volvió a ordenar.

Yo pausé los movimientos, dejando mi mano en la zona prohibida, me acerqué a darle un beso menos apasionado, como intentando hacer una pausa antes de materializar lo que por meses fue un sueño. Retiré mi mano empapada de fluidos, y con convicción empecé a chuparme los dedos, degustando aquel elixir de vida que destilaba de esa fuente fértil que tenía entre sus piernas. Lamía mis dedos mientras la miraba fijamente a los ojos. Eso causó en ella un asombro, una excitación que se podía ver en sus ojos.

*

Me encontraba encima de ella, ya todas sus prendas se encontraban exiliadas de su cuerpo, mi miembro estaba posicionado, listo para iniciar la exploración, ella, nerviosa, callada, me miraba a los ojos esperando que yo lleve las riendas de la situación.

—Si necesitas que pare, sólo pídemelo—. Le indiqué, mientras que terminaba de acomodar mi pene en la cavidad de su intimidad.

—Sí, está bien, amor, entra—. Me dijo mientras me daba un beso.

Obediente inicié con esa perforación delicada, con esa operación crítica; mi erección era como una especie de bisturí que iba a iniciar con la incisión. Empecé a empujar mi intimidad contra la suya, mi pene se encontraba ante una resistencia inquebrantable, como si los dioses intentaran que no se consumiera el acto. Su cara era de dolor absoluto, pero, era más el amor que el placer lo que predominaba en su mente en ese momento, esas ganas de entregarse a ese hombre que sentía que amaba.

La presión era constante, aguerrida, con un único objetivo. Hasta que de pronto, sentí ese calor húmedo que envolvía todo mi sexo, lancé un alarido extasiado, mientras ella contenía la respiración ante el dolor. Yo permanecí inmóvil, como quien rompe algo al pisarlo accidentalmente y cree —erróneamente—, que quedándose quieto va a dejar de romperlo.

—¿Te duele mucho?— Le pregunté mientras le di un beso en la mejilla.

—Sí, pero dale suavecito—. Me imploró con resignación.

Pedido al cual yo obedecí sin cuestionar, moviéndome lentamente, metiendo y sacando mi miembro en un compás secreto. Mientras tanto disfrutaba de lo irreal de la situación, lo que en algún momento era remoto, imposible, fantasioso; ya se había materializado, ya era real, ella era mía, pero en ese momento yo era más suyo que nunca, sin lugar a dudas. Poco a poco fui aumentando el ritmo, y a medida que la cadencia se intensificaba, mis jadeos se hacían audibles, mezclado con uno que otro alarido.

El dolor se había atenuado después de unos cuántos minutos, ya se escuchaba en ella sonidos de placer, y eso enardecía mis ganas de penetrarla, y empecé a embestirla sin delicadeza. Tomé sus muñecas y las alcé por encima de su cabeza, mientras que con mi otra mano la apretaba del cuello, y juntando sus labios con los míos le susurraba.

—Ahora eres mía, sólo mía—. Sí, tuya, para siempre—. Respondió gimiendo.

Fue cuando quise cambiar de posición cuando una vez más, la razón se apoderó de ella, y con un sentido de responsabilidad dijo:

—Ponte preservativo.

—No te preocupes, no me voy a venir—. Le aseguré, totalmente fuera de mis cabales, hablando desde el raciocinio de mi otra cabeza.

—No, ponte o no seguimos—. Sentenció.

De un salto salí de la cama, y busqué entre la ropa que estaba tirada por todo el cuarto, los preservativos que había comprado a la señora que no tuvo un gran día. En mi casaca los encontré y con prisa saqué uno y me lo puse. Al momento de ponérmelo, sentí en mi miembro una firmeza exigua, poco potente, por decirlo de otro modo. La sensación se me hacía extraña, puesto que tenía todo el deseo y la excitación a tope, sin embargo, mi erección perdía firmeza a cada segundo. Mi compadre, en una especie de traición, de felonía, de deslealtad, decidió abandonarme en plena realización o consumación de mi sueño más recurrente en los últimos meses, y para cuando intenté volver a ingresar, mi compadre decidió que lo mejor era renunciar.

—¿Qué pasó?— Preguntó desconcertada.

—Nada, no pasa nada—. Respondí un poco desconexo de la situación y abstraído en mis pensamientos. —¿Estás lista?— Pregunté, mientras volvía a acercar mi miembro hacia su cavidad.

No me respondió, pero en su cara se notaba cierto desconcierto, pues, muy seguramente en mi rostro se dibujaba mi preocupación, mi desesperación y frustración por no poder complacer a la que ahora se había convertido en mi mujer. Mientras tanto, la languidez en la que se encontraba mi virilidad, hacía imposible el ingreso al paraíso de aquella mujer que tanto había soñado.

—Tranquilo, no te preocupes—. Me dijo en un tono compasivo. —Esas cosas pueden pasar—. Añadió.

*

«Veo a través del reflejo del espejo de un baño, el cual está atenuado por la oscuridad del ambiente, y en él veo mi falo moribundo, taciturno y despojado de toda virilidad, desterrado de todo orgullo e imposibilitado de cualquier conquista. En mi rostro se dibujaba una evidente y desesperante frustración. Con mi mano derecha, en un intento estéril, trataba de reanimar mi hombría agitando vehementemente mi invertebrada, gelatinosa y frágil masculinidad; mientras que con la izquierda me sostengo la frente con impotencia y trato de enfilar el batallón de mis pensamientos que se encuentran caóticamente desordenados y atolondrados. Mientras tanto, en la cama de la habitación 324 se encuentra aquella bella mujer, la cual fue despojada de todas sus prendas, asaltada por la pasión inconmensurable que encendimos con el calor de nuestros besos afiebrados y toqueteos traviesos, pillos y maliciosos que tuvimos minutos antes, mujer con la que había soñado noches enteras con la desnudez de su cuerpo, aquella que inspiró durante semanas mis más bajas pasiones, y que tiene de manera intrínseca y heredada la sensualidad que quise poseer desde la primera vez que la vi.»

Aquella tarde lo intenté una y otra y otra y otra vez, la hombría y la virilidad, —que poco me caracterizan—, esa tarde se habían terminado de extinguir. En un acto descortés, pero involuntario, había despreciado aquel regalo divino, que por aras del destino, se me había entregado, había desmerecido a ese acto misericordioso al que aquella bella mujer se había rebajado. Mi orgullo había sido mancillado, y en un boicot orquestado por mí, saboteé la noche que había soñado durante semanas.

Ella, en una muestra de su amor infinito, trató en repetidas ocasiones de darme ánimos. En su inocencia ella creía que esas cosas pasan con regularidad, pero, ¿en realidad pasan? ¿Por qué me pasó? ¿Qué me hizo llegar a ese momento infortunado? Si desde que la vi supe que la quería para mí, supe que estaba destinado a vivir para ella si ella se entregaba a mí. Desde el instante que apareció en mi vida, hasta el momento en el que escribo esto, nunca he dejado de admirar la belleza intrínseca que le ha sido heredada. Aquella tarde, mi miedo más grande era que ella piense que algo en ella tenía que ver algo en ese impase del cual había sido testigo, que su belleza indescriptible había sido cuestionada; cuando en realidad, ya muchos meses después de aquella tarde, y con una formidable y extensa exploración del amor más pasional entre nosotros dos, caigo en cuenta que fue su belleza, su elegancia, su distinción, su perfección en toda la extensión de la palabra, que hizo que me obligaba a hacerme un autoanálisis y darme cuenta que no era el tipo de hombre que ella merecía en ese momento, que el amor y el tiempo me permitieron adecentar mi vida y entregarme a ella como un hombre correcto, como lo es ella.

Hoy vivo para ella, mi amor eterno es un obsequio que le entregué por haberme elegido, por haberme esperado, por haberme salvado, por sacarme de la cloaca en la que estaba sumergido, por transformarme en esta mejor versión de mí. Hoy, ya no la veo inalcanzable, hoy la siento mía, pero por sobre todas las cosas, me siento aún más suyo. Nos veo juntos, en un amor inalcanzable, construyendo un futuro que ni nosotros mismos logramos imaginar, pero, que como es habitual en ella, estoy seguro que será mejor.

Aquella tarde dejamos el hotel y la calle estaba vacía, no había señoras ni quioscos, ella no tenía una sonrisa de oreja a oreja, ni tampoco los ojos más achinados, en su rostro sólo se notaba una profunda decepción y compasión. Yo no salí ensanchando el pecho, ni tenía nada por lo que sentirme orgulloso, no estuve a la altura de ella, ni pude honrar las hazañas del que ahora, y en adelante siempre, será mi ídolo: el chato cholón de cabellos hirsutos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *