** PARTE I: LAURA **
¿Qué es el deseo sino una necesidad intrínseca de todo ser humano? Algo que ha sido satanizado por la sociedad, relacionado a la promiscuidad y el bajo mundo. ¿Qué diferencia hay entre una mujer de bien, que embriagada del deseo y la lujuria toma la iniciativa del sexo en su matrimonio y en pleno sexo le grita orgullosa a su esposo que es una perra y una puta, qué la diferencia de una mujer que bajo el mismo deseo y lujuria replica los mismos alaridos, pero al final de la majestuosa representación teatral del sexo, cobra una cantidad considerable, y muchas veces no muy considerable cantidad de dinero? ¿No es acaso la prostitución el oficio más antiguo del mundo? ¿No es acaso el deseo el que nos exilió del Edén? El deseo fue parte del ser humano desde su génesis, pero sin embargo con la llegada de los primeros moralistas fue catalogado como algo malo, como algo no agradable ante los ojos de Dios, cuando fue él quien insertó ese sentir en nuestros genes, mucho antes de que existiera el cielo y el infierno, mucho antes de la existencia de lo bueno y lo malo, y mucho antes del primer pecado. No es casualidad que cuando tengo sexo me sienta vivo, muy vivo, más vivo que nunca; y que este acto, a su vez, sea aquel que pueda dar inicio a una nueva vida. ¡Qué perfecta fue la creación! Para crear vida, por lo menos uno de los progenitores debe estar desbordante y embriagado de vida, por lo menos unos cuantos segundos, y cada esperma es como una partícula de vida. Algo que los científicos buscan saber desde siempre: cómo es que se puede crear a un ser vivo. Viven y mal gastan su vida en búsquedas insulsas, sin darse cuenta de que la respuesta la tienen en la entrepierna, y que muchas veces la respuesta no tiene que estar supeditada al entendimiento, es un conocimiento tácito, que está ahí desde el inicio de los tiempos.
Aún recuerdo mi primera experiencia sexual, tenía diecisiete años, andaba muy bebido; pero de esas borracheras que no sabes cuándo empezaron. Recuerdo que era una tarde como cualquier otra, me dirigí a comprar un sobre de sopa instantánea a una tienda que quedaba a pocas cuadras de mi casa, recuerdo que mientras caminaba hacia la tienda, alcé la vista hacia el cielo; algo que hacemos muy poco en nuestro día a día, estamos siempre acostumbrados a caminar mirando el suelo, como si nos avergonzara ver el paraíso que nos prometieron y juraron que está allá arriba. Y en efecto, esa tarde miré el cielo y por un momento creí que era cierto ese paraíso del que me hablaron, porque me perdí por unos segundos en el azul intenso del majestuoso cielo, nubes puras y blancas recorriendo de norte a sur, de este a oeste; el verdor de un inmenso árbol que estaba a mi costado, le daba aún más profundidad al cielo, que lo hacía parecer aún más alejado, más inalcanzable.
Una vez en la tienda me di cuenta de que no tenía efectivo, así que saqué mi tarjeta para retirar dinero en la misma tienda. Mientras esperaba en la cola, observaba los distintos productos que había, y por una casualidad no tan azarosa del destino, observé a lo lejos la sección de licores, y me replanteé las cosas. Ya había bebido la noche anterior, y me juré está mañana — como muchas otras mañanas—, que no volvería a beber nunca más; pero algo tenía esa tarde, tal vez esa mirada al cielo hizo que me den ganas de celebrar mi existencia en la tierra, o tal vez estaba escrito en mi destino que ese día iba a beber, lo cual me perturbaba mucho. El hecho de saber que no tengo el control de mi vida es algo que me turba la mente, y me asfixia el alma. De cualquier modo, estaba en aquella tienda, observando una botella de ron a lo lejos, luchando con mi muy apagada voz de madurez que habitaba muy en el fondo de mi consciencia, que me decía que sólo compre la sopa; pero de pronto sentí un grito autoritario y ensordecedor que me ordenaba que comprara el ron. Era mi podrida naturaleza, que estaba viva, muy viva en mi consciencia.
—¿Cuánto va a retirar? — Me dijo don Tomás, el dueño de la tienda. Mis intenciones iniciales eran retirar veinte soles, comprar una sopa, una Coca-Cola y unas papitas fritas. Regresar a casa y ver la televisión hasta que la vista se me canse y me quede dormido con la ropa puesta, para después despertar en la madrugada por el frío penetrante, y ante la incomodidad de dormir con zapatos y blue jeans, despojarme de mis prendas y acurrucarme en la cama, acobijado hasta el cuello y dormir placenteramente hasta que el intenso calor del mediodía me despierte del sofoco. Pero en ese momento mis intenciones cambiaron.
—¿A cómo el ron? — Pregunté.
—Cuarenta y cinco soles. Sin gaseosa —. Respondió mientras asomaba la cabeza para ver qué ron señalaba con el dedo.
—Me da dos rones, dos gaseosas, una bolsa de hielo, una sopa instantánea, tres barras de caramelos mentolados, y una cajetilla de cigarrillos. Por favor.
En ese momento me gasté lo que mi madre me dejaba para comer una quincena, pero no me importaba, ya que no había manjar más delicioso que la sopa instantánea de un sol, y no tenía ningún reparo en comer eso durante los próximos quince días.
Ya en casa, dejé todas las compras en la mesa de la cocina, abrí una botella y me preparé un Cuba Libre bien cargado. Al pasar el primer sorbo, sentí cómo quemaban mis entrañas de forma intensa. —¡Carajo! — Murmuré un quejido aguantado, mientras fruncía el ceño. Decidí prepararme primero la sopa, pues recordaba, recién, que no había ingerido ningún alimento en el día, hasta ese entonces.
Era muy joven, no había vivido, — ni bebido—, lo suficiente como para tener ese dolor que tengo ahora al beber solo. Recuerdo bailar por toda la casa, mientras daba curso a mis tragos, uno tras otro, uno tras otro. Ya medio bebido, tenía la necesidad de compartir mi euforia con alguien más, quería salir a alguna discoteca, a algún karaoke, ¡Necesitaba hacer algo! Pero aún no conocía a gente tan desquiciada como yo, que quiera emborracharse un martes por la tarde. Así que triste y decepcionado, entré en una profunda melancolía, sirviéndome otro vaso de ron, el cual me lo zampé de un sorbo, cogí la botella y me dirigí a mi cuarto.
El internet es un medio muy frío para socializar, pero a fin de cuentas es un portal infinito para conocer a gente nueva desde la comunidad de tu hogar. El alcohol me había dado esa valentía para escribir mensajes tan burdos y directos como: «Estoy solo, ¿vienes?», «Hola, ¿vienes?», «Casa sola. Ven». Tal vez no lo vean tan raro, pero consideren que estos mensajes se los mandaba a mujeres que no conocía. De más está decir que nadie me respondió.
Ya muy avanzado en alcohol, me empezó a dar sueño, y perdía el control sobre mi cuello, meneando mi cabeza de lado a lado, luchaba con mis párpados para que no se cierren y acaben con esta fiesta solitaria; pero era muy difícil, el sueño no daba tregua y yo estaba perdiendo la batalla. De pronto sonó un estruendoso pitido de la computadora que me despertó de un brinco. Era una notificación de mensaje. Una completa desconocida me había respondido con un: «Hola, ¿dónde vives?». Chateamos poco más de diez minutos, y me dijo que en media hora estaba en mi casa, yo miré la hora y me percaté que era la una de la madrugada —Es imposible, no va a venir —. Dije, mientras me acurruqué vestido en mi cama.
Recuerdo que estaba soñando algo, cuando de pronto empezó a vibrar el celular que estaba en el bolsillo de mi pantalón, contestándolo muy adormitado y aún entre sueños. Era ella.
—Aló, ¿con José María? — Me habló una voz chillona e irritante. —¿Aló? ¡ALÓ! — gritaba, mientras yo terminaba de despertar.
—Sí, con él, ¿quién habla? — Respondí somnoliento, mientras me frotaba los ojos.
—Soy Laura. Ábreme por favor, estoy en la dirección que me mandaste.
En ese momento se me quitó el sueño de repente, me paré de la cama, y mientras me acomodaba mis cabellos me puse a pensar recién en las múltiples posibilidades de que ella sea una asesina, o ladrona, e incluso me puse a pensar en la posibilidad de que ella realmente sea mujer; al final de cuentas sólo era una desconocida a la que le hablé por internet, borracho. —¡Qué más da! ¡A la de Dios! — Le dije a mi reflejo en el espejo, mientras me echaba un poco de loción.
Cuando bajaba las gradas que daban a la calle, el corazón me empezó a palpitar muy fuertemente, en esos momentos hubiera deseado seguir borracho, para tener la valentía de meterle un puñetazo en caso sea travesti. Grata fue mi sorpresa al ver un rostro muy femenino, aunque algo molesto, esperando ahí afuera. Abrí la puerta.
—¡Ay por Dios! ¿Qué tanto te has demorado? ¡Hace un frío de mierda! — Se quejó, mientras entraba a la casa, como si ya conociera el camino, como si fuéramos amigos de toda la vida. Yo cerré la puerta y sentí su perfume, mezclado con el olor de algún champú de aromas frutales. Un aroma muy dulce, que contrastaba con su carácter tan volátil que me demostró en los primeros segundos de conocernos.
—Buenas noches, ¿cómo estás? Bien, muy bien, gracias por preguntar. Adelante. Pasa —. Dije sonriendo, y en tono burlesco, mientras la seguía.
Ya dentro del departamento, ella se frotaba los brazos para entrar en calor, y me mostró su sonrisa por primera vez. Laura tenía 23 años, era de estatura baja, su rostro, al igual que toda su contextura era gruesa, no era gorda, pero tampoco era flaca: era lo que yo llamaba gordibuena. Sus ojos reflejaban mucha ternura, y su sonrisa era enorme, tan grande que, de sólo verla, inconscientemente yo esbozaba una leve sonrisa. Sus cabellos eran un mestizaje entre ondulados y lacios, pero muy castaños y largos. Su piel era blanca, pero de mejillas coloradas, como ruborizadas, que le daban un aspecto muy vivo. Era de maquillarse muy poco, tal vez un delineado rápido y un humectante en sus labios, su belleza no era de otro planeta, pero era real, y eso me gustaba. Sus senos eran muy grandes, al igual que su trasero, y sus piernas eran demasiado excitantes. Su sonrisa era muy grande, y sí, ya sé que lo dije, pero en verdad lo era.
Mi departamento era de construcción antigua, ubicado en el tercer piso de un edificio comercial, en una avenida muy transitada. La sala era pequeña y tenía unos muebles de un color naranja chillón, los cuales estaban llenos de agujeros marrones, producto de incontables cenizas de cigarro que cayeron y se tatuaron en ellos carcomiendo la tela. Mi cocina era extremadamente pequeña y estaba extremadamente descuidada. El lavabo estaba repleto de platos, ollas, vasos; todos sucios y con comida ya disecada por el pasar de los días, muchas veces comía mi sopa instantánea en pírex para gelatina. Sobrevivía en la mugre hasta que alguien se apiadara de mí y me ayude con la limpieza. De haber sabido de que una mujer iba a pisar mi departamento esa noche, tal vez me hubiera dignado a cerrar la puerta de la cocina, por consideración.
—Para que no pienses que soy como las demás, traje esto —. Empezó a rebuscar entre su bolso negro, el cual no era muy grande, pero quedé sorprendido al ver que de él salieron seis latas de cerveza y una botella de vino. —No me gusta que piensen que voy a la casa de un hombre para que me inviten todo. Ya sabes, tengo hermanos hombres, y hay cada puta que se aprovecha de eso para tomar gratis.
—No te hubieras molestado, yo te invité y tengo todavía un ron y medio para que tomemos —. Luego dirigí la vista hacia la mesa y vi que sólo quedaba una botella llena. —Bueno, una botella. Tal vez sí nos vendrán bien tus tragos —. Le dije, mientras soltaba una carcajada.
Laura y yo hicimos una sinergia instantánea, ella era muy graciosa, y tenía la capacidad de hacerte entrar en confianza con ella, de forma que, en menos de una hora, yo sentía que de verdad la conocía de toda la vida. Empezamos a beber a ritmo acelerado, como si ambos buscásemos estar ebrios al mismo tiempo. Ella me sacó a bailar, me hizo cantar canciones de Pandora. La pasamos muy bien. Había revivido mi euforia que había sido marchita ese mismo día por la tarde.
—José María, supongo que no me trajiste desde mi casa de madrugada sólo para beber ¿cierto? — Me preguntó mientras aspiraba lentamente su cigarro.
—Josema, dime Josema. Me hace sentir menos maricón —. Ella se rio mientras me acariciaba el rostro. —Te podré decir Josema, pero ¿qué hacemos con esa carita de nena que te manejas? — se volvió a reír y le dio un sorbo a su trago.
—No me parece gracioso. La verdad estoy harto de no aparentar ser más hombre. ¡No me crece ni un vello en la cara! ¡Qué desgracia soy! — Me quejé, demostrando en mi rostro que de verdad me afectaba.
—¡Hey! José María. Josema, perdón. Tú eres muy apuesto, te lo juro. Tienes unos ojos hermosos, pareciera que te los delinearas. No son los más varoniles, es cierto; pero son únicos y hermosos. Tus labios, desde que te vi me dieron ganas de arrancártelos a mordiscos —, me decía mientras me daba un suave beso. — Eres muy guapo, sólo falta que te lo creas. Aparte, estoy segura de que esto lo tienes muy varonil —. Estrujándome el miembro con autoridad.
—No quiero decepcionarte, pero no creo tener lo que buscas.
—¿No tienes pene acaso? — Me preguntó mientras abría los ojos, buscando respuesta. Ambos soltamos una carcajada.
—¡Idiota! Sí tengo, sólo que no creo que sea tan varonil como crees —. Dije mientras retiraba su mano de mi miembro.
—¿Eso no lo decido yo? ¡Vamos! Quítate el pantalón —. Me ordenó mientras desabrochaba mi correa. — De esa duda salgo hoy mismo —. Añadió.
Yo jamás había tenido relaciones sexuales con nadie, por lo tanto, no estaba preparado estéticamente para la ocasión, y tenía un frondoso bosque entre las piernas. Ella lo vio, como cuando un crítico mira una pintura en una exposición, analizando su textura, composición, sentimiento, todo. Escrutó cada centímetro de mi pene aún flácido por los nervios. Me sentía como un animal de circo, el cual todos observaban expectantes de que realice alguna hazaña; pero sin embargo no hacía más que dar un deprimente espectáculo con mi flacidez. Ella se dio cuenta de que estaba nervioso, así que empezó a lamer los bordes de mi falo, para luego introducirlo completamente en su boca. Esta nueva experiencia iba despertando en mí, nuevas emociones, haciendo que mi deprimente miembro tome forma viril.
—¡Otra cosa! — Exclamó. Y con sus manos señalaba mi pene erguido. Su obra de arte. —De verdad que soy una maestra en esto, y déjame decirte que no tienes nada de qué avergonzarte. Tengo muchas exparejas que tienen la mitad de lo tuyo. Ahora, ¡Tampoco te emociones carajo! Que no es algo fuera de planeta, pero no está mal, nada mal.
Yo quise besarla, quería echar mi primer polvo con ella, después de todo, estaba en plena adolescencia y la erección no se iba a bajar nunca. Pero ella me esquivó, y con una sonrisa pícara me dijo que en mí había mucho por hacer. Llevándome al baño de la mano. Cogió mi rastrillo y mirándome con su gran sonrisa, me despojó de todas mis prendas, para luego echarme un buen chorro de agua fría, sirviendo de antídoto para mi tan ejemplar erección. Luego frotó sus manos con jabón, generando una buena cantidad de espuma, y empezó a enjabonarme el pene, mientras me masturbaba lentamente. Al final, con la erección totalmente recuperada, empezó a rasurar cada rincón de mi miembro. Dejándolo sumamente lizo y limpio.
Acto seguido abrió la ducha y con el agua casi hirviendo, me metió al gran chorro de agua humeante. Me enjabonó cada parte del cuerpo, mojándose la ropa ella también, para luego meterse a la ducha junto conmigo. Me besó apasionadamente, pero con suma fuerza, dando saciedad a sus deseos de arrancarme los labios a mordiscos. Nunca nadie me había mordido tan fuerte los labios. Ni nunca nadie me había besado tan apasionadamente.
Ella se quitó la ropa totalmente mojada, era un cuerpo muy sensual. Descubrí que no era para nada gorda, tenía el abdomen muy plano, pero sus senos, trasero y piernas eran muy voluptuosas para su tamaño, dándole un aspecto un poco grueso cuando estaba vestida; pero desnuda era todo un monumento. Se agarró de una de las paredes, y se inclinó: simulando la posición de un cuadrúpedo, pero parada. —Entra —. Me dijo, mientras yo batallaba con el gran chorro de agua caliente cayendo en mi cara. Muy al margen de que no podía ver por el gran caudal que recorría mi rostro, yo no tenía la menor idea de la anatomía de una vagina, no sabía por dónde debía de entrar. Tanteando a ciegas y sin éxito por cada parte de su zona pélvica. Ella cerró la ducha y muy seria me preguntó.
—¿Eres virgen? — preguntó seriamente. —Casto sería la palabra correcta —. Respondí. —Sí, sí, sí, eso. ¿Eres o no? —Sí —. Respondí avergonzado.
—¡Oh vaya! ¡Carajo! ¡Eres toda una joya José! — Exclamó, mientras se exprimía los cabellos. — ¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? Te hubiera tratado con más amor —. Dijo en un tono de compasión.
Agarró un par de toallas y me secó como a un niño recién bañado. Me besó y me dijo para ir a la cama. Yo la seguí y ella me echó a la cama de un empujón. Apagó la luz y dejó prendida la lámpara de luz cálida, que iluminaba tenuemente la habitación. Se quitó la toalla que tenía sujetada al pecho. —¿Quieres que te baile? — me dijo mientras hacía movimientos de serpiente, recostando su cuerpo en la pared, con los brazos extendidos hacia arriba. —Falta música —. Se dirigió a la computadora que estaba a los pies de mi cama, y empezó a buscar, inclinada, mostrándome su gran trasero en su máximo esplendor. Yo empecé a agitarme el pene. Estaba muy motivado. Ella puso una canción de Sade – Smooth Operator. Era una canción que estoy seguro que ya la había escuchado en alguna película erótica. Ella empezó a bailarme sensualmente.
—¡Shh! ¡Shh! Deja de tocarte el pene, es mío y sólo yo lo puedo tocar —. Me ordenó y yo obedecí de inmediato, mientras ella seguía dándome un gran espectáculo de danza erótica. Luego empezó a rozar mi cuerpo con sus dedos, desde mis pies, hacia mis piernas, dándole unas palmaditas a mi pene erguido, luego lo agarró con mucha fuerza, como estrujándolo. —Hoy te voy a exprimir cada gota —. Me decía en un tono como si estuviera gimiendo, mientras acercaba su boca a mi oído y me susurró. —Quiero que termines en mi boca, en mis tetas, quiero que me llenes, quiero sentir tu leche dentro mío. ¿Podrás? — Me dijo y preguntó. —Lo que tú ordenes, Laura, lo que tú ordenes —. Le respondí. Un poco angustiado, porque ella no dejaba de presionarme el pene, el cual empezaba a dolerme. Ella lo soltó, dando fin a mi agonía, y empezó a morderme los labios de forma salvaje. Sus besos realmente me lastimaban, pero por alguna razón sentía excitación ante ese dolor.
Empezó a masturbarme y a chuparlo con mucha vehemencia, dejándolo muy baboso al momento de introducírselo. Ella me cabalgaba como si yo fuera un caballo de carrera, se movía con mucha rapidez, mientras con sus manos me ahorcaba del cuello, introduciendo sus uñas en él. Yo por otra parte trataba de grabar el momento de mi primera vez, recuerdo claramente sus gigantes tetas rebotando al ritmo de su orgasmo, recuerdo que sus cabellos caían sobre su rostro mientras ella miraba al techo con la boca abierta y gimiendo de forma exagerada. Detrás de sus cabellos se podía ver una cara fruncida, pero de placer, y no por mí, ya que yo no hacía nada más que estar echado, mientras ella se movía a su ritmo y antojo.
Después de unos cuantos minutos al mismo ritmo, ella dio un grito ahogado que me llegó a sorprender, con sus manos apretó mi rostro de forma brusca, mientras ella se movía con más fuerza encima de mí; después empezó a dar movimientos mas pausados, mientras gemía cada vez más fuerte, con una sonrisa cada vez más grande.
—¡Qué rico pene tienes Josema! — me dijo, mientras me daba un beso y dejaba recostar sus senos encima de mi pecho. Pasaron unos segundos y yo estaba muy confundido, no entendía muy bien las cosas «¿Había terminado todo?» Me preguntaba. «¿Esto es el sexo? ¡Vaya mierda!» decía en mi mente. —Te toca —. Me dijo. «¿Me toca qué? ¡Por qué el sexo es tan confuso maldita sea! ¿Ahora qué debo hacer?» Me recriminaba en mis adentros.
Ella dio la iniciativa y me ordenó que me parase, se puso en posición cuadrúpeda encima de la cama. —Acércate —. Me dijo, y al hacerlo, con una mano entre sus piernas tomó mi pene, guiándolo hacia la cavidad por la que tenía que entrar. Yo empecé a embestirla muy suavemente, y ella me pedía más fuerte, pero yo no sabía exactamente cuánto era más fuerte; pero al parecer nunca era suficiente, porque cada que aumentaba la intensidad de mis embestidas, ella me pedía más fuerte. —Nalguéame duro mi amor —. Me decía mientras con su mano guiaba la mía, llevándola hacia su enorme trasero. Yo di una deprimente nalgada, que más parecía caricia. Ella enfurecida me ordenó que la nalgueé como hombre. —¡Vamos hijo de perra! ¡Hoy seré tu puta! Quiero que me golpees ¡Vamos mierda! ¡Dame duro! — me ordenaba mientras yo la embestía. Volví a nalguearla con más fuerza, pero aún con una intensidad muy irrisoria para ella. Ella se paró y mirándome a los ojos, me tiró una fuerte cachetada que me reinició el cerebro y me dijo: Si no me sacas la mierda, te juro que te voy a moler a golpes.
De regreso al coito, yo seguía dando mi mayor esfuerzo, al extremo de sentir como el sudor corría por mi espalda. Casi sin fuerzas, seguía cumpliendo con cada petición de Laura, hasta que me ordenó de nuevo que la nalgueara. —Ya sabes, como hombre —. Me recordó. Yo sentía mi corazón latir a mil por segundo, tenía miedo de excederme, pero estaba seguro de que no quería recibir otra de esas cachetadas de nuevo. Tomé una bocanada de aire y cerrando los ojos le metí una nalgada con todas mis fuerzas, generando un estruendoso sonido. En esa fracción de segundo yo me imaginé a ella quejándose, maldiciéndome e incluso golpeándome por haberla golpeado tan fuerte; pero su respuesta fue un gemido, —¡Que rico papito! ¡Dame más! — yo me quedé perplejo, y sentí como una electricidad que recorría todo mi cuerpo, embriagándome de un placer sadomasoquista. Empecé a nalguearla con violencia, mientras con un esfuerzo sobrehumano la embestía con mucha más fuerza.
—¡Así papito! ¡Así! ¡Tómame del cabello! — me suplicaba, pero ya en un tono más sumiso y menos autoritario. Yo estaba borracho de lujuria, y le proporcionaba golpes con fuerza desmedida. Con la misma violencia la tomé de los cabellos, enrollándolos en mi mano izquierda, y con la derecha seguía propinándole una paliza que ella gozaba sin entender por qué. Después de unos minutos a ese ritmo, sentí que se aproximaba mi orgasmo. —Ya me voy a venir —. Dije entre dientes, exhausto de tanto esfuerzo físico. —Quiero que te vengas en mi cara, papi, por favor —. Pidió, mientras me miraba de reojo con los ojos sollozantes. Esa frase y esos ojos humedecidos, reavivó la lascivia que se me apagaba producto de la falta de oxígeno en mis pulmones. Sujeté con más fuerza sus cabellos y la jalé con fuerza, arrodillándola ante mí.
—¿Quién es mi puta? — Le preguntaba con autoridad omnipotente, mientras le propinaba una cachetada en el rostro. —Yo mi amor, soy tu puta —. Respondió excitada. —¡Más fuerte carajo! ¿Quién es mi puta! — Volví a preguntar, propinándole una cachetada aún más fuerte. —¡YO SOY TU PUTA! — Gritó. Al escuchar ese grito de obediencia, sentí como mi orgasmo empezaba, mientras yo me masturbaba en su cara. Ella puso su lengua en mi glande, como esperando recibir algo. Yo por mí parte estaba cada vez más borracho de poder y de deseo. Nunca en mi vida me había sentido tan vivo y poderoso. Introduje mi pene en su boca y empecé a embestirla con la misma fuerza que hace unos minutos. Hasta que sentí como salía todo ese líquido blanco, mientras yo apretaba su cabeza hacia mi pelvis. Ella retiró mi miembro de su boca, y mirándome con los ojos llorosos, me mostró todo ese liquido blanquecino en su lengua, y mientras me empezaba a agitar mi miembro aún erguido, se tragó todo, como si se tratara de un vaso de tequila. Sacando la lengua nuevamente, sedienta de más.
El esfuerzo sobre humano terminó con el acto en ese instante, recobré mi existencia, dejé de estar poseso del deseo y empecé a sentir vergüenza de lo ocurrido. Desorientado buscaba mi bóxer, quien ante el salvajismo del coito se había escondido en algún rincón del cuarto.
—Ven, hay que dormir desnudos —. Me dijo, mientras con sus manos daba palmaditas a la cama. Yo me acerqué y observé en su rostro marcas rojas en forma de mano. Estaba muy avergonzado.
—¿Cómo que no eres varonil? — Me preguntó. No respondí. —Nunca nadie me ha hecho sentir tan bien en la cama. Me sentí tu mujer ¿Sabes? Para ser tu primera vez, estuviste más que excelente. Si tuviera que calificarte te pondría un 20.
—¿Sí sabes que tienes la cara llena de marcas por la brusquedad con la que te golpeé? — dije, esperando que ella se exalté, y de un brinco salga de la cama para ver su rostro inflamado en el espejo.
—¿Y? Debes de saber que hay mujeres a las que les gusta que las maltraten, como a mí. Yo no busco un hombre que me trate bonito, ni que me dedique canciones y me regale flores. Yo quiero a un hombre que me haga sentir como una mujer bien montada. ¿Te preocupa mi rostro? Pues quisiera que así se quede el resto de mi vida, para recordarte siempre, para saber que un día un chibolo con pinta de maricón, me demostró que es un potro salvaje, y que me dio el mejor sexo que he tenido en mi vida —. Me dijo, mientras con sus uñas me rozaba el pecho.
—¿En serio te gusta esto? — Pregunté.
—¡Carajo, que sí! — Respondió. —Estoy segura de que no sólo a mí, sino a todas las mujeres, Josema; pero todas son muy puritanas, y se hacen las santurronas; pero muy en el fondo a toda mujer nos gusta que el hombre nos domine, no sólo en la cama, sino en todo aspecto de la vida. Nos gusta sentir admiración por nuestro hombre, y entre más nos hagan sentir dominadas y orgullosas, más nos derretimos por ellos—. Me explicaba con convicción. —Josema, cuando tú me empezaste a abofetear y a preguntar quién era tu puta, tu perra; te juro por Dios que me habré corrido unas tres a cuatro veces. Yo sé que seguiremos siendo amigos, no creo que entablemos una relación. Yo no estoy para esas cosas. Pero sí que cogeremos varias veces, eso te lo aseguro. Sólo quiero que aprendas algo de esta noche: ¡Deja de ser tan maricón con las mujeres! A nosotras nos gusta otro tipo de hombre, éste que me has demostrado que eres; pero tienes que aplicarlo en el sexo y en la vida, ¿me puedes prometer eso?
—Supongo que sí —. Respondí poco convencido. Ella me dio un beso y se volteó para dormir. Al ver su espalda sentí que se me erizaba la piel, tenía los lumbares y las nalgas llenas de marcas color violáceo. Me estremecí ante el dolor que le provocaría lavar esas heridas.
Mientras ella cayó rendida ante el cansancio, yo me paré a servirme un trago, me senté en el sillón de la computadora, prendí un cigarro y empecé a contemplarla, «mi primera mujer» decía orgulloso, mientras aspiraba una bocanada de humo y recordaba esa sensación de poder, ese momento en el que la abofeteaba, cuando ella me mostró el cúmulo se semen en su lengua, su rostro lloroso, su delineado corrido por las lágrimas, sus cabellos pegados a su frente producto del sudor. Recordar todo eso me erizaba toda la piel. Tomé mi trago de un sorbo. Le di la última piteada a mi cigarro, lo apagué y me acosté a lado de ella, entrando en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, desperté sediento, como casi todas las mañanas. Aún no conectaba mi mente con mi cuerpo, cuando en cuestión de unos dos segundos, recordé lo que había pasado hace unas horas, y volteé y Laura no estaba: «Ya me vaciaron la casa» me dije a mí mismo. Busqué un bóxer dentro de mi armario, pues de estar sus compinches aún en casa, no quería que me vean el pene y me lo corten. Temeroso me asomé al baño más cercano a mi cuarto, y sólo miraba mi ropa tirada en el suelo, junto al rastrillo con el que me rasuró. Continué hacia la sala y vi mis muebles y mi tele, dando un respiro profundo de tranquilidad. En el fondo escuchaba el sonido de un caño abierto, así que lentamente me acerqué a la cocina. Vi la espalda de una mujer que lavaba el servicio acumulado por semanas en mi lavabo. Tenía amarrado el pelo con un moño, tenía puesta una de mis camisas blancas, y se traslucía el inconfundible y gran trasero de Laura.
—Buen día —. Dije desde la puerta.
—Josema, de verdad no entiendo cómo puedes vivir así. Me quise servir un vaso con agua y no encontré ninguno limpio. ¡Qué asqueroso eres! — Me dijo, mientras ponía uno de los platos recién lavados encima del escurridor que estaba repleto de loza limpia. Jamás había estado la cocina tan ordenada y limpia como aquella vez. Al menos no cuando mi mamá estaba de viaje.
—De verdad que me da asco lavar el servicio. Sentir la comida remojada me hace dar ganas de vomitar —. Respondí avergonzado. —Pero no te hubieras molestado, en serio —. Añadí.
—Me molesta más tener que ver la cocina en ese estado. Pon la mesa ¿quieres? Apuesto a que nunca desayunas. ¡Por Dios! Semejante cara de nena y no puede limpiar la casa. — Ella renegaba mucho, como si fuera una esposa amargada regañando a su marido. Pero en algo tenía razón, casi nunca desayunaba.
Agarré cubiertos y manteles, me dirigí al comedor, y me di cuenta de que la sala también estaba limpia, las marcas de trago que había en la mesa ya no estaban, el televisor y todos los muebles estaban sin polvo, y los cojines agujereados de mis muebles, lucían menos agujereados. Se había dado la molestia de voltearlos y ponerlos del lado que menos agujeros tenían. Yo puse la mesa y recordé a mamá, así lucía todo cuando ella estaba.
—Listo, siéntate, toro semental. Tienes que alimentarte bien, sino no me vas a rendir —. Me dijo, mientras traía un plato con un par de huevos revueltos y dos tazas de café. Luego ella trajo su plato y la panera llena de panes. «¿Panes? ¿De dónde mierda sacó panes?» me pregunté.
Mientras desayunábamos, me percaté que tenía los pómulos moreteados, y no quería ni imaginar cómo es que estaban sus nalgas; pero eso no me preocupaba mucho, lo que sí me daba remordimiento era su rostro. Aún así, ya con la luz del día, ella lucía tan tierna, la miraba más guapa que la noche anterior, será la claridad que te da la luz del sol, no lo sé, pero esa camisa, ese moño desarreglado y esa carita ruborizada y moreteada me parecían cada segundo más hermosa.
—Tienes que alimentarte mejor —. Me dijo. —Estás muy flaco, recuerda lo que te dije anoche: las mujeres buscamos un hombre que admirar y que nos domine. Con ese aspecto tan delgado, con las justas y dominas tu alma. Come, bebé, come.
Yo comía, y no hablaba mucho, sólo la observaba por largos ratos, mientras ella texteaba en su celular, de vez en cuando ella daba un sorbo a su café y alzaba su vista hacia mí, y me regalaba una sonrisa.
Después de desayunar, recogí los platos, ella los lavó, y por un momento en mi vida me sentía como adulto, sentía que tenía una mujer con la vida ya resuelta, y que se disponía a resolver la mía. Era una sensación rara, muy rara.
Terminado todo, me dijo para bañarnos juntos. Cogimos en el baño, cogimos en la sala, cogimos en el cuarto. Yo ya no producía una gota de esperma. Entonces recordé cuando me dijo «Hoy te voy a exprimir cada gota», lo había cumplido. Ya se hizo tarde y ella tenía que regresar a casa, les había dicho a sus padres que se quedaría a almorzar en casa de su amiga y después de almuerzo regresaría. Ella se marchó, con todo el cuerpo moreteado. La despedida fue dura para mí, empecé a sentir algo por ella en tan corto tiempo. Ella prometió que volvería pronto, en cuestión de días. Y después de darme un largo beso. Se fue.
Chateamos cada día, todo el día, durante una semana. Yo estaba ansiosa por hacerla mía de nuevo, por aprender cosas nuevas, por verla asear la casa, desnuda. La extrañaba, sí, la extrañaba mucho. Un día entero no me respondió ni los mensajes, ni las llamadas. Yo me sentía un poco inquieto, preocupado; no sabía dónde vivía, no sabía dónde estudiaba, ¡No sabía nada! Sólo sabía que se llamaba Laura, y Laura no me respondía. Estaba enloqueciendo.
Durante esa semana no probé una gota de alcohol, ordené y lavé el servicio diariamente. Procuré desayunar todos los días, y comer mucho más que sopas instantáneas para poder subir de peso, como ella me había indicado. Proyecté en mi mente nuevas poses y formas de tener sexo con ella. Investigué, hice mi tarea. Sólo faltaba ella y no me contestaba. Esa noche me eché a dormir temprano, con un nudo en la garganta, con la esperanza de amanecer al día siguiente con un mensaje suyo.
A la mañana siguiente amanecí con un mensaje que decía:
«Hola Josema. Perdona que no te haya escrito ayer. Resulta que tuve un problema muy grande aquí en casa. Estos días estuve vomitando y pues mi madre sospechó que estaba embarazada. Fuimos a hacerme los análisis respectivos y pues en efecto, estoy embarazada.» En ese momento mi corazón se aceleró y me entraron unas fuertes náuseas. No podía ser de que, en mi primera vez, sea mi primera cagada. Continué leyendo. «No te preocupes, no es tuyo, jajaja ya me imagino tu carita de nena toda asustada. En los análisis sale que tengo tres semanas, y creo saber de quién es. Me regresaré a Marcona con mis padres, y la verdad no me gustan las despedidas. Tengo que admitir que esta noticia me afecta demasiado, ya que se truncan muchos planes que tenía para mi vida, y no deseo que me veas así. Recuerda lo que me prometiste. Y explota todo ese potencial que tienes al echar un polvo, pero extiéndelo también en tu vida en general. Aunque no lo creas, te quiero mucho, me apena que todo esto termine así. Tal vez más adelante nos volvamos a ver. Cuídate mucho. Atentamente: Tu puta.»
Al terminar de leer, una gota cayó sobre la pantalla de mi celular. No lo podía creer, estaba llorando por ella, era muy poco el tiempo que pasé con ella como para que me deje. Necesitaba más de ella, mucho más. Quise responderle el mensaje, pero ella me había bloqueado de todo. En ese momento creí que era mentira. Simplemente una excusa para librarse de mí, y mi poco varonil ser. Me tumbé en la cama y lloré desconsoladamente. Grité y maldije a cuanta cosa me recordara a ella. Me paré de la cama y furibundo me dirigí a la cocina; saqué un pote de kétchup del refrigerador, el cual derramé por toda la cocina, por todos los platos limpios. Cogí el tacho de basura y lo vacié encima de mi lavabo. Volteé todos los cojines del lado más agujereado. Tomé una botella de vodka y sin mezclarlo con nada, empecé a tomar del pico de la botella, como si fuera agua, mientras tenía los ojos húmedos y rojos de tanto llorar. Así me pasé una semana, bebiendo y fumando. Sin desayunar, ni almorzar. Regresé a las sopas instantáneas, y toda la armonía que habitaba en la casa se destruyó.
En el día siete, mientras bebía, mal oliente y desgreñado, sonó mi celular. Era ella. En esos segundos pensé en no contestar, dejar que la llamada pase y demostrar que mi orgullo estaba por encima de sus mentiras. Pero la valentía me duró cosa de dos segundos, y contesté.
Un silencio largo se escuchó a través del teléfono.
—¿Aló? ¿Josema? — me decía, mientras en el fondo se escuchaban los autos que pasaban junto a ella.
—Sí, Laura. Dime —. Respondí cortante.
—¿Estás bien? Carajo te llamo para darte una sorpresa y más parece que te diera asco hablar conmigo.
—Estoy un poco indispuesto. Estuve bebiendo —. Le dije, mientras una lágrima caía por mi mejilla.
—Entiendo… ¿Te sentirías mejor si me dieras un abrazo? — me preguntó.
—No entiendo —. Respondí.
—Baja, estoy afuera. No tenemos mucho tiempo —. Colgó.
En ese momento busqué mi bata y de tres brincos bajé las gradas en sandalias, pero con medias. Cegado por la luz radiante del sol, pude levemente distinguir a Laura. Ella me vio, se aguantó la risa, y volteó a ver a sus padres, que la esperaban en un taxi.
—¡Vaya pinta que traes! — Me dijo, mientras sonreía y se me acercaba al oído. —Pareces un vagabundo, pero te da una pinta muy varonil. Me excita —. Me susurró al oído.
Yo en ese momento no tenía ni idea de qué hacer. Por lo menos a la mierda no la podía mandar, ya que su padre saldría del carro a molerme a golpes.
—¿Qué haces aquí? Pensé que no me volverías a ver —. Le dije mientras la miraba a ella y a sus padres simultáneamente.
—¿Quieres que me vaya? — Me preguntó mientras levantaba su ceja como muestra de asombro.
—No dije eso, sólo que tu mensaje fue claro —. Respondí.
Ella me tomó del rostro y me dio un largo, muy largo beso. —Te extrañé un montón, idiota —. Me dijo, mientras yo la miraba a los ojos.
—¿La mariquita ha llorado creo? — Preguntaba mientras me mostraba su gran sonrisa. — Sé que es duro, bebé, he sido tu primera mujer, y nos hemos llevado tan bien, que hasta a mí me duele demasiado esta separación. La verdad es que no me quería ir sin despedirme personalmente. Cada que recuerdo como me abofeteabas, me entra un morbo que me ruborizo donde esté. Pero las cosas muchas veces no se dan como uno quiere, y pues tengo que marcharme.
«Laura, ¿te apuras?». Se escuchó desde el interior del taxi.
—Ya voy —. Respondió Laura. —Mira hermoso, te prometo que nos volveremos a ver, te mandaré mi dirección en Marcona para que me vayas a visitar. Prométeme que me visitarás.
—Te lo prometo. Así como te prometí que sería un hombre dominante. — Le decía mientras las lágrimas caían por mis mejillas.
—Sé que lo harás bebé, serás un semental y traerás locas a las mujeres. Pero quiero que nunca me olvides, siempre me recuerdes como tu primera mujer. Tu puta, tu perra. Por favor, no me olvides —. Mientras me lo pedía, sus lágrimas también caían por sus mejillas.
—Nunca te olvidaré. Eso sería imposible. Siempre serás mi amada y única puta —. La abracé.
Ella me besó la frente y me dio un largo y último beso. —Adiós, José María —. Me dijo, y se dio media vuelta. Dirigiéndose rápidamente al taxi. Sus padres me miraban con desaprobación, pues la bata se me había abierto sin que me dé cuenta, y se notaba mi ejemplar erección. Ella se marchó en un taxi repleto de maletas. Yo la seguí con la mirada, viendo el taxi girar hacia la derecha, desapareciendo junto con Laura, dejando un vacío del que me iba a costar reponerme.
Adiós Laura.