* PARTE I *

Han pasado siete años desde que decidí ser «escritor», lo pongo entre comillas porque pienso que escritor es toda aquella persona que escribe; ahora, también hay que reconocer que hay un vasto universo de diferencia entre un buen y mal escritor, pero considero que eso es algo que ya no me corresponde calificar, sino, a todo aquel que se toma el tiempo de leer mis historias.

Hablar de esto me recuerda y transporta a ese momento tan oscuro en el que me conecté con la escritura, era una mañana del 2013 o 2014, no estoy muy seguro de la fecha, pero sí de la resaca nefasta e inquisidora que me consumía. Revivo en mi memoria ese primer contacto con la luz al despertar, la forma sigilosa en el que un pillo rayo de sol descuidaba mis persianas logrando burlar su función, acribillando sin piedad y con alevosía las pupilas de mis ojos, provocando una ceguera súbita que escocía como en aquellos años de colegio en que los bastardos de mis compañeros apretaban un pedazo de cáscara de naranja sobre las pupilas de mis ojos, haciendo que me tumbase en el refugio más cercano, el cual encontraba a tientas y duras penas, aprovechando la ocasión para llorar de la forma más desconsolada los abusos recurrentes de ese par de bribones hacia mi persona, y adjudicar dichas lágrimas al inmenso dolor que el cítrico provocó en mí, y de esta forma no quedar como un maricón, que es como esos infelices te decían mientras se reían a carcajadas rimbombantes, con la maldad intrínseca de cualquier niño, pero que la sociedad cataloga como inocencia.

En los años de aquella mañana, la vida bohemia se me hizo atractiva y cautivadora, y tengo muy vivo en mi memoria el aroma de mi cuarto al despertar, ya que ese mismo aroma lo he sentido cientos de veces a lo largo de mi vida. El olor predominante de las cenizas de cigarro, provenientes del cenicero que estaba a mi costado, cuyas partículas pequeñas y blanquecinas volaban al más mínimo viento, simulando sombríamente el volar de las mariposas. Eso, mezclado al aroma del humo aún no disipado en el ambiente, el cual, danzaba sincrónicamente con los rayos de luz matutinos que se dibujaban por toda la habitación, dando un aspecto gélido y lúgubre; tan gélido como el amanecer neblinoso de Rusia, y tan lúgubre como un bosque con densas tinieblas.

En las mañanas de alguien que está sumergido en la vida bohemia, el ambiente caótico y desordenado no puede faltar; la jarra a medio terminar, con una mezcla de ron con soda negra, que estaba ya sin gas en su interior después de pernoctar. Las cáscaras de limón ya exprimido, caramelizadas por el azúcar de la soda, regadas por el escritorio y el piso; la cerámica del suelo melosa, producto de incontables derrames durante mi ermitaña fiesta; pero, a pesar de que al describirlos, casi puedo cerrar los ojos y sentirlos de nuevo, esos sólo son recuerdos vagos y hasta entrañables, si de verdad hay algo que me revive y transporta a ese instante, es un recuerdo muy particular, el sonido irritante del ventilador de la computadora de escritorio, que bajo los efectos de una resaca, se eleva a la enésima potencia, asemejándose al aturdidor sonido de las turbinas de un avión, mezclado con el ensordecedor cantar de los gorriones; ambos sonidos tan pertenecientes a los cielos, allá arriba donde está Dios, confabulan para atormentar a los mortales que sufren el castigo aquí en la tierra.

La deshidratación post pachangón, siempre ha sido, para mí, una tortura digna de pertenecer a la Santa Inquisición; los labios blancos y agrietados como tierra seca en el desierto más árido y caluroso del Medio Oriente. Pero si a esto le sumamos la resequedad que provoca el haberse fumado un buen porro de marihuana, y el ardor en la garganta que se siente al tragar la poca saliva que se tiene en la boca, lubricando la garganta, como cuando se le echa aceite al motor de un carro abandonado por décadas; se convierte automáticamente en una tortura equivalente a la cremación en vida de los campos de concentración Nazis. Al menos así lo sentía yo.

Al describirles el escenario, ustedes me imaginarán como una especie de pandillero de algún gueto, cuya cultura comunal es el alcohol, las drogas y las fiestas; pero esa distopía está mucho más alejada de la realidad que su mismo concepto distópico; el contexto real de la situación se situaba en una residencia privada, cuya presidenta vecinal era una vieja arrogante y cucufata, de unos sesenta y tantos años — pero con mucho dinero —, que condenaba cualquier evento social pasado las diez de la noche, a los cuales catalogaba de inmorales, que daban pie a la impunidad y vicios; que atacaban a la calidad de sueño de aquellos vecinos de bien que tenían que ir a su centro de trabajo muy temprano por las mañanas. Dato curioso, su hijo era un señor de tal vez unos cuarenta años, que nunca — en los cuatro años que fuimos vecinos —, lo vi salir a trabajar.

A pesar de que la historia va a tener como escenario una habitación de unos cuatro metros cuadrados, el resto de mi hogar era un moderno y acogedor departamento, de unos ciento cuarenta metros cuadrados. Contaba con cuatro dormitorios muy amplios, una enorme sala-comedor, tres baños completos, una cocina inmensa, grande, tan grande como su olvido; y una pequeña terraza que se asemejaba más a un parterre, por la cantidad de flores y plantas con las que mi madre, con mucho amor y devoción, invadió con decoro.

Aunque contaba con todo ese departamento para lo que dispusiese, siempre tuve predilección por usar mi cuarto para mis noches solitarias de alcohol; el aroma descrito anteriormente me alentaba a continuar con mi desdicha, incluso cuando quería escapar de ella, y resarcirme de esa vida sin frutos y pesares; pero ese aroma acantinado y burdelesco siempre predominó en esos años, muy largos años, en los que la miseria y yo fuimos íntimos y entrañables amigos. Cuando la soledad se hacía muy evidente y pesada en contadas ocasiones, llamaba a algún amigo o amiga para que me acompañase a beber y platicar sobre la vida, de la forma más pausada y monótona posible; pero, a pesar del caos que me rodeaba, siempre trataba de que al menos la sala esté ordenada y limpia, era como una especie de santuario budista que me servía como refugio para curarme de la resaca en las mañanas siguientes, en un ambiente de paz y orden. Las únicas veces que la sala perdía su armonía y decoro, era cuando decidía tener sexo en ella, ya que por alguna razón se me hacía muy erótico protagonizar el sexo más desenfrenado que mis pulmones me permitiesen, en el ambiente más expuesto de la casa, ya que estaba rodeado de ventanales que, en vez de estar cubiertos por  cortinas de tela gruesa, lo que había era unos tules de seda blanca transparentosa, que hacía imposible el derecho a la privacidad por el día; y por la noche, por más que se apagasen las luces, los postes de la calle actuaban de infidentes, mostrando siluetas lujuriosas de aquellas escenas.

Si por alguna razón un poco obvia se preguntan ¿dónde estaba mi madre todo ese tiempo? Resulta que su pareja — al que a partir de ahora llamaremos por el pseudónimo de Rafaelo, de esta forma lo identificaremos en futuras historias —, un hombre con la inteligencia de un sabio, la determinación de hierro y con un concepto muy esclavizante de lo que es trabajar. Tenía como residencia de trabajo, una minera, cuyas oficinas administrativas estaban ubicadas en la ciudad de Santiago, en nuestro país vecino de Chile. Obligando a mi madre a viajar por temporadas largas allá, retornando al Perú en contadas ocasiones a visitarme, literalmente, ya que por más amor mutuo y sincero que nos teníamos, mi costumbre por la independencia y la soledad desde los catorce años, hacía que más de quince días de convivencia con ella, hiciera que nos repelamos como agua y aceite, obligándola a regresar a donde sé que estaba bien, —al menos mejor que conmigo—, y de paso le evitaba ver las deplorables escenas que protagonizaba por las noches. Era lo mejor para ella, y en ese momento creía que lo mejor para mí.

Regresando a esa mañana, después de frotarme los ojos, como si los mismos fueran dos manchas, dos errores de la creación, los cuales quiero borrar con vehemenciay después de encontrar mi posición en la tierra, y de conectar el alma con el cuerpo; como es de costumbre, me senté en la cama, dirigiendo mi mirada hacia el suelo, pero sin ver ni pensar en nada, tenía una mirada perdida y lúgubre; tristeza muy característica de mis breves tiempos de sobriedad. Sentía mi aliento a ron ya fermentado, y mi garganta rasposa, como si me fuera a enfermar; mi paladar tenía una textura áspera y desierta. Es increíble cómo pueden llegar a haber momentos en los que prácticamente no producimos una gota de saliva, y la necesidad de beber un vaso de agua se vuelve tan anhelado y buscado como la interminable necesidad y búsqueda de ser feliz.

La resaca nunca fue de mi agrado, ni la de esa mañana, ni de las anteriores, ni las incontables e infinitas futuras, y creo que es un sentimiento de rechazo generalizado; no conozco a una sola persona en la faz de la tierra que disfrute de la sensación moribunda post borrachera. Sin embargo, si algo puedo rescatar de mí en medio de todo ese mermo físico y mental, es que siempre aguanté la agonía con suma serenidad. Esa misma mañana, como algo rutinario y sin asombro, me levanté y me dirigí al baño, muy tranquilo, y con movimientos pausados me arrodillé ante la taza, como si de una reverencia eclesiástica se tratara, y una vez postrado, con sumo respeto, regurgité, aferrándome a los bordes de la taza con las manos, como quien se aferra a la vida ante un abismo; cerraba mis ojos para no ver la miseria en la que estaba convertido y en mis adentros le suplicaba a Dios no aparte mi alma de mi ser, con estoicismo heroico luchaba para que la vida no se me fuera en cada arcada; regurgitando una y otra vez, aun cuando no tenía nada más que darle a la vida, pero quien sin pena ni parcialidad, te cobraba y quitaba hasta el último ápice de dignidad. Finalmente lograba desprenderme de todo licor que aún quedaba como reserva en mis entrañas, liberando mi cuerpo de su pesar y redimiendo mi alma de tanto suplicar, acabando exhausto de aquella lucha física y espiritual, recostado en el mismo suelo del baño, sin fuerzas para seguir viviendo, pero no lo suficiente como para morir.

Entre parpadeos lentos, pausados y desahuciados, entré en un sueño comatoso que me hizo perder la noción del tiempo, pude haber estado unos cinco minutos, como ene horas ahí recostado, asediado por el frío penetrante de la mayólica y el cerámico del baño, agudizando aún más el dolor punzante de mi garganta al despertar. Una vez consciente, desperté de aquel coma, sintiendo mis pies y manos petrificados por el frío. Me levanté con una sensación de resaca más aliviada, los mareos se sentían más anestesiados y en general mi cuerpo se sentía más humano que tiempo desconocido atrás.

Al describirme como lo hago, tan abiertamente, permito que el lector me imagine mal oliente y desgreñado, pero lo cierto es que soy, y en ese tiempo también fui una persona pulcra con su imagen, y a pesar de que en el gran y honorable vecindario “El Rosario” vivía un alcohólico en potencia, ellos nunca se enteraron de su existencia. Sospechaban que era un engreído de mamá, al que le socapaban todas sus travesuras, y al que no le ponían freno a sus aventuras, sospechaban que era mujeriego y un sátiro empedernido, ya que cada semana cambiaba de chica, y en el silencio sepulcral de aquella residencial, los gemidos se convertían en desgarradores gritos de dolor o placer, fingidos, obviamente, ya que eran mujeres las cuales, al igual que yo, disfrutaban del sexo como un arte en el cual no se debían involucrar los sentimientos; pero, como en todo arte, la actuación es como un combustible que enardece la pasión, y eso a mí no me molestaba, pero sabía, junto con ellas, que el mejor sexo es aquel en el que no te queda aliento ni para gritar, ni gemir; sólo quedan fuerzas para pequeños jadeos ahogados, y en ese escenario tan silencioso es donde se suscitan las mejores escenas eróticas, llenas de un gran placer mudo y sincero.

Con la experiencia de los años a ese ritmo tan degenerativo, hicieron que incluso en esos momentos de extrema debilidad, tuviera una rutina rápida y efectiva para fulminar la resaca de mi ser, y poder aparentar ante la sociedad que era una persona decente —aunque libidinosa—, pero que no andaba en vicios que eran mucho peor vistos en aquel vecindario, exceptuando a doña Concepción, la presidenta vecinal, para ella yo era un impío, hereje, maldito, enviado de Lucifer; pero a la que yo tenía especial afecto, porque alegraba mis días cuando la encontraba regando y atendiendo a las flores de su fachada. —¡Buen Día doña Conchita! — le decía, mientras me reía en mis adentros, ya que en mi mirada pícara le hacía notar que lo decía con intenciones lascivas e irreverentes, eso la enervaba y me maldecía. A pesar de que ella no me quería, yo quería mucho a la Conchita. Nunca mejor dicho.

Lo primero que hacía era cepillar escrupulosamente mis dientes, me repugnaba la idea de saber que podría quedar algún residuo del desembuche previo de la mañana-tarde —nunca lo sabré—, y sólo después de sentir mi aliento mentolado podía seguir con mi vida. Tomando uno de los cientos de consejos de mi madre, siempre bañarte antes de hacer cualquier cosa; ya que para mi madre ese era el santo remedio para el sueño y la resaca, un baño de agua helada te reiniciaba la vida, según ella. Ya bañado y con la toalla sujetada a mi cintura, me dirigía a la olvidada cocina, buscaba un vaso limpio y lo llenaba con agua del caño, buscaba en mi cajita de resacas un sobre de Sal de Andrews que milagrosamente cumplía con su función de aliviar los estragos de la resaca, lo revolvía y junto con una pastilla para la migraña, me zampaba el antídoto mágico que me convertía en una persona aceptada por la sociedad en su totalidad.

Ya compuesto, me preparaba un café amargo y sin azúcar, en una taza exclusiva para tintos que Rafaelo trajo de un viaje a Colombia, alistaba el café y dos tostadas que servía encima de un platillo de loza fina blanco, como la tacita de tinto; todo esto encima de una bandeja plateada que había sido minuciosamente pulida por mí. Tenía una obsesión por que mis desayuno-almuerzos sean como en las fotos que subían a Instagram, para así poder subir una foto y aparentar un status que no me correspondía. Terminado el desayuno expreso o continental —nunca supe en cual etiquetar—, procedía a dar la siesta definitiva, aquella que me convertía en un ser pleno y completo, era una hora la que necesitaba; ya que había una enorme diferencia entre dormir con humo y cenizas, dormir en el suelo de un baño, y dormir bañado, hidratado y desayunado al regazo del sol de mediodía.

Al despertar me quedé en la misma posición durante horas, recostado, pensativo, melancólico; algo a lo que ya estaba acostumbrado, pero que sin embargo esta vez lo sentía en demasía. Mi gusto por la soledad era tan grande como la aberración y ansiedad que la misma soledad generaba en mí, era una relación amor-odio, ya que amaba beber solo, escuchar música mientras el alcohol iba anestesiando mi ansiedad; fumar y hacer secas con el humo, para luego tomarme un vaso de ron con soda negra de un solo porrazo, creando así un estado de embriaguez casi instantáneo; disfrutaba de mis soledad y mi soltería, que me permitía gozar de aventuras nuevas cada semana sin necesidad de engañar a alguien; pero también sabía que esa persona no me iba a escribir mañana, ni le iba a importar si estaba bien; y justamente era esa soledad la que me perturbaba y perseguía hasta en ocasiones, —muy repetidas ocasiones—, llevarme al llanto desconsolado, al lamento de tener a mi madre lejos, al lamento del abandono prematuro y ruin de mi padre, al lamento de fracasar en el amor, al lamento de ser un bohemio sin futuro y, —en ese entonces—, al lamento insufrible de haber sido rechazado y lanzado al olvido por la perfecta, bella e inteligente Dannae.

* PARTE II *

La soledad es la más fiel, sincera y bella de las amistades, te lleva al límite de conocer hasta dónde eres capaz de soportar la vida, y entre más tiempo convivas con ella, solo, más recurrente es el deseo de dejar de habitar en ella. Es por eso que, para no estar mucho tiempo como equilibrista en esa cuerda floja de la soledad, y no perecer en el intento, es que yo anestesiaba esa ansiedad con visitas recurrentes a los clubes de la ciudad, desde los más concurridos y renombrados, como a los más hostiles y malolientes del inframundo. No me importaba el lugar, ni el licor, a final de cuentas, eso último lo tenía por docenas en mi nevera; carente de alimentos, pero rica en toda clase de rones, vinos y whiskies. Lo que yo buscaba con ansias era compartir mi soledad, llenar mis vacíos, maquillar mis tristezas, como cuando la humedad carcome la pintura de una pared y se entrevé muy en el fondo la pintura antigua, que rebrota desde sus adentros llenos de historia, de emociones, de venturas y desventuras que marcaron su época, y que ante tanta mancha, mugre y desgaste, decidieron pintar para darle un nuevo brillo, un nuevo aspecto más agradable para las visitas a la casa en la que fue construida, pero que sólo quien la habita sabe que detrás de esa capa hay una vida entera llena de golpes y lágrimas.

En una de esas tardes de bar de mala muerte, me encontraba hablando con Eustaquio, un hombre de estatura baja, cabellos hirsutos, negros, muy negros; piel cobriza, muy característica de los andes peruanos, del cual, Eustaquio, se sentía desmesuradamente orgulloso, gritando a viva voz los maravillosos paisajes de su sierra fría y querida, pidiendo a Coco, —dueño del bar—, cuanto huayno pudiese poner, el cual, encandilado por los recuerdos de su serranía aún más alejada, ponía sin reparo, a costa, incluso, de unas muchas pifias y reclamos de citadinos locales, a los cuales, incomprensiblemente para mi entendimiento, les causaba repulsión.

El bar quedaba a pocas cuadras de la facultad de humanidades de la Universidad Nacional de San Agustín. Entré por primera vez a dicho bar, por su nombre tan creativo como gracioso, “La Biblioteca”, era una vieja cochera, la cual había sido acondicionada con mesas y sillas de plástico blancas y rojas, dando un aspecto muy patriótico. Para entrar, tenías que tocar e identificarte con carné universitario, ya que no contaba con licencia de funcionamiento, y de esta forma evitaban que su recurrente clientela se viera interrumpida por efectivos de la policía, los cuales entraban con orden de cateo si no cooperabas con la ayudita mensual a la municipalidad.

La primera vez que entré al bar, toqué la puerta con determinación, para que me escuchasen a pesar de la música, ni bien terminé de tocar, salió un hombre alto, panzón y muy mal encarado, el Lechón lo llamaban, era el encargado de la seguridad del local, y quien actuaba muchas veces como campana ante cualquier patrulla que se asomase al lugar, —Identificación—, me dijo, en un tono grave, sobrehumano y estruendoso; con muchos nervios saqué mi tarjeta de crédito, y se la mostré en vez de mi documento de identidad, —¡puta madre! Me huevié, lo siento—. Respondí con una sonrisa nerviosa ante la intimidación que provocaba su corpulencia, a lo que él me pidió mi carné universitario, el cual busqué después de años de no haberlo usado. Al ver que era de la Universidad Católica San Pablo, se le escapó una vulgar y retumbante carcajada, mirando a Coco y diciendo: Oe Coco, ¿éste pituquito puede entrar? — Que pasé nomás, para que sepa como toman los hombres de verdad. Respondió Coco.

Al atravesar la puerta, todos voltearon a verme; mi forma de vestir, e incluso mi tono de piel, hacía que resaltase entre todos. Mi camisa blanca y pulcra de mangas largas, mis pantalones cortos de drill, color azul marino, mis alpargatas azul marino con zuelas blancas, mi sombrero panameño de paja blanca y cintillo negro, y mis lentes aviadores RayBan, hacían que sea objeto de risas aguantadas y miradas burlescas. Al instalarme en mi mesa, Coco se me acercó y me dijo. —¿Qué vas a tomar? — Ron con soda, respondí, a lo que él, con cierta molestia me respondió. —Mira flaquito, aquí tenemos chela nomás, ¿helada o al tiempo? ¿Cómo la vas a querer? —. Tres heladas, respondí ruborizado por el papelón que estaba protagonizando.

—   ¿Qué hace un pituquito como tú en un lugar para machos? — Preguntó un desconocido que se paró a mi lado y plantó su chela a medio tomar en la mesa. Ante un silencio incómodo como respuesta, me extendió la mano. —Eustaquio—. Dijo gentilmente, con una sonrisa y un acento muy característico de la sierra. En ese momento me hacía bien tener a un compañero que me ayude a encajar en el ambiente, y de esta forma sentirme un poco más seguro. — Marco, mucho gusto, siéntate—. Respondí.

Eustaquio y yo formamos una amistad un poco interesada, él me ayudaba a encajar en aquel ambiente hostil, y yo ayudaba a no mermar más su economía y ponerme las cervezas como pago a su protección. Pero a pesar de eso, lográbamos charlar largo y tendido de diversos temas, sobre todo, de las diferencias socioculturales entre mi mundo y el suyo, yo muy capitalista y él muy comunista, dos mundos distintos, unidos y hermanados por unas chelas bien heladas.

Y entonces, aquella tarde en la que Eustaquio me hablaba sobre la agricultura, y cómo ésta tenía que estar muy por encima de la minería, entró por la puerta una mujer blanca, muy blanca, como si la paz y la pureza hubieran fecundado un nuevo tono tan puro, el cual salpicó sobre su piel y la impregnó con su blancura extrema y divina; cuya blancura contrastaba mucho con el negro intenso de sus cabellos, y un labial rojo escarlata decoraba con picardía su rostro celestial. De estatura talante, cuerpo delgado y sensual, pero perteneciente a una distinción decorosa, que impedía cualquier pensamiento morboso o mal intencionado, y que sólo te obligaba a una contemplación embobada y respetuosa ante su presencia.

—Oe, putamare, chupa pe—. Me recriminó Eustaquio, despertándome así de ese sueño vivo de aquella mujer. Casi a ciegas me serví el vaso de cerveza, mientras seguía contemplando a la misma Afrodita, quién en su displicencia con los Dioses del Olimpo, bajó a este inframundo llamado La Biblioteca, y por aras del destino, que ni los Dioses entendían, fijó su mirada en mí, haciendo que la espuma de mi vaso de cerveza rebalsase y cayera sobre mis pantalones plomos, dando una aspecto a hombre orinado, haciendo que me levantara de la silla y con mucho sofoco, vergüenza y muy sonrojado, limpiase con mis manos el exceso de cerveza que aún chorreaba por mi entrepierna. —Puta, que eres un huevón, cholo—. Dijo Eustaquio, pero esta vez, como nunca, tenía mucha razón.

Aquella mujer entregó un papel a Coco, intercambiaron muy pocas palabras y se despidió, pero antes de marchar, volteó hacia mí, esbozando una sonrisa que marcaba unos irresistibles hoyuelos en sus blancos cachetes. Su blanca sonrisa, —que achinaba sus ojos hermosos—, era una clara muestra de piedad y una muestra de su máxima benevolencia, indicando que su sonrisa burlesca, no venía acompañada de malos pensamientos, sino, que era una consecuencia de mis actos bufonescos, que a sus ojos causaban un gentil y cómico agrado. Así, sin más, se marchó, dejándome atónito y embelesado por su belleza.

Al preguntarle a Coco por el nombre de la dama, él me hizo notar que ella aparte de ser alzada, no caía con simples afabilidades, y que mis posibilidades se veían reducidas, ya que ella es una mujer muy creyente en Dios, y jamás se metería con un hombre recurrente de estos lares, —Por la hueva es, flaquito—. Me decía sin compasión; pero mis deseos por conocerla eran mucho más fuertes, y ante tanta insistencia se apiadó de mí.

—   Yo conozco a Jaime, vecino de sus padres, —me indicó, mientras sacaba el papel que le había entregado. — Ella es de Abancay y cada quince días envía sobres que desconozco qué hay en sus adentros. Cómo te darás cuenta ella no es amiga mía, simplemente deja sus papeles y se va, yo lo envío a Abancay y Jaime, quien es más joven y audaz, va en mula hasta el correo, quien aparte de recoger el encargo de sus vecinos, recoge unas revistitas que le mando para que se distraiga. Lo único que te puedo decir con certeza, es que se llama Dannae, porque lo dice aquí en el sobre; ya el resto es tu chamba.

Pasaron semanas hasta encontrarla entre las miles de Dannaes que se puede encontrar en internet, y otras muchas y largas semanas de espera antes de que ella aceptara mi solicitud; pero un día, mientras me encontraba recostado en mi sillón, con los brazos extendidos en el espaldar, y la cabeza mirando hacia el techo, con los ojos cerrados y la boca abierta del deleite y disfrute de una felación perfecta y magistral, sonó mi celular, — Hola—, era ella. El corazón se me ensanchó y empezó a bombear a mil por hora, creando un estado de excitación angustiante, perdiendo mi norte y abrumado de los nervios, lo cual me desconectó totalmente de mi acompañante, pero que por excitaciones ajenas a la felación, provocó una placentera y abundante eyaculación, y por reacción involuntaria hizo que estrujase su cabeza hacía mi sexo, mientras en cada palpitar perdía deprimentemente mi virilidad, hasta que ya con la ímpetu aplacada, dirigí mi mirada hacia ella, quien con ojos sollozantes me miraba suplicando la libere de su amordazamiento. —Te dije que avisaras, ¡Así no es! — Me reclamó, mientras cogió su brasier y con las nalgas en bragas se dirigió al baño, indignada, a enjuagarse la boca y retocar el rímel de sus ojos, que se había corrido producto de las lágrimas que le brotaron, consecuencia de mi fuerza desmesurada.

Poco o nada me importó el exabrupto de aquella noche, yo seguía viendo con deleite y asombro la notificación aún no abierta de aquella Diosa a la cual yo estaba a su entera merced.

Pasaron los días y semanas de cortejo, descubrí que Dannae estudiaba literatura, y para ese entonces esa carrera se me hacía aburrida y nefasta, ya que hasta ese momento yo odiaba leer, y todo lo relacionado a libros se me hacía repulsivo; pero me cautivaba la forma en que Dannae se expresaba, su forma detallada y elegante de redactar, su correcto uso de los signos de puntuación, su opinión concreta y fundamentada de todo lo que hablaba. Eran detalles que yo admiraba y aunque siempre fui de correcta escritura, con ella era mil veces más meticuloso y prolijo al escribir.

* PARTE III *

Manzana mala corrompe a la buena, siempre escuché desde muy niño; y yo, que era la peor de las manzanas, estaba podrida y llena de gusanos; sin embargo, Dannae era una manzana perfecta, impecable e inmejorable; la cual me enseñó que la manzana buena que se deja corromper es por simple deseo propio y una debilidad desdeñable de su carácter.

A lo largo de mi vida nunca ha aflorado nada positivo en algo en lo que yo haya sido participe, y como era de esperarse, nuestra primera cita no iba a ser la excepción. Habíamos quedado en que la recogía de su casa a las siete de la noche, el frío penetrante de esa noche hacía que fumar un cigarro en lo que esperaba fuese una buena idea, muy aparte que siempre vi el hábito de fumar, como uno de los hábitos más masculinos, —aunque nocivos —, que podían existir, y que mejor que la segunda impresión que Dannae tenga sobre mí, sea una imagen masculina y rebelde; pero grande fue mi decepción e infortunio, cuando media cuadra antes de que llegara me dijera que apagase mi cigarro. Obedecí de inmediato, pero mientras apagaba mi cigarro, volví a quedar hipnotizado, su vestimenta fúnebre hacía que la luz de la luna reflejase en su blanca piel con más intensidad, y sus prendas negras le daban un estilo gótico muy elegante.

Acto seguido nos subimos a un taxi, y di indicaciones de que nos llevara a uno de los bares más reconocidos y exclusivos de la ciudad, al llegar al lugar, hice alarde de mis conexiones y amistades, saludando a cuanta gente podía; la bartender, que era muy amiga mía, me saludó con mucho afecto, con un beso y un abrazo como si no me hubiera visto en años, — ¿qué vas a querer que te prepare? — me preguntó con coquetería. — Whisky en las rocas por favor, y para la dama—, señalé con mi mano hacia Dannae esperando que dijera qué quería beber. — Agua, por favor, muy amable—. En ese momento recordé lo que me dijo Coco en La Biblioteca, y supe que lo había estropeado todo desde un principio.

Dannae y yo éramos dos mundos muy lejanos y distintos, mientras ella disfrutaba de momentos apacibles e íntimos; de tardes enteras recostados en un sillón, abrazados, escapando de la intranquilidad de la sociedad, recitando poesía de Neruda o Benedetti; de contemplarnos en el ocaso, con una luz cada vez más tenue a medida que pasaban los minutos, sin decirnos ni una sola palabra, pero, sin embargo, en nuestras miradas se reflejaban extensas y apasionadas declaraciones de amor. Por otra parte estaba yo, quien había aprendido a valorar esos momentos de intimidad, quien se sentía en paz y calma por primera vez. Ella era la persona que le ponía freno a mis momentos de ansiedad y a ese deseo recurrente por auto destruirme; pero, cuando se esfumaba a lo lejos, desapareciendo en el horizonte, yo quedaba solo con mi soledad, y mi naturaleza, que estaba destinada al caos, relucía con ostentoso poder para arruinarlo todo; muchas veces era más fácil escapar de la muerte que del destino maldito de ser yo, y esa oscuridad que me rodeaba iba a terminar de marchitar el amor que algún día Dannae sintió por mí.

Esa misma noche de nuestra primera cita, conversamos tanto, que sólo el frío sereno y aplacador de la madrugada puso fin a tan amena tertulia; los cuantiosos vasos de wiskhy me dieron esa fluidez de palabra, en la que yo era un orador imponente y cautivador, siempre atrapándola con historias, que ella calificaba de fascinantes, y es que éramos un tormentoso y mutuo complemento para ambos; ella como amante de los libros, era una cazadora por excelencia de las buenas historias, y yo sin darme cuenta era el relator que la cautivaba con cada experiencia vivida. Ella vio en mi a un ser interesante, y se podría decir que no fue el físico lo que hizo que ella se enamorase de mí, sino algo más profundo y peligroso.

Como les dije antes, yo odiaba leer. Desde muy pequeño los padres de mi padrastro querían inculcarme el hábito de la lectura, y el abuelo, quien por infortunios de la vida se estaba quedando ciego, me obligaba a leerle los periódicos dominicales. Asumo que esas pequeñas lecturas de domingo me dieron esa facilidad de palabra al momento de hablar; pero mi fluidez se veía mermada y desvirtuada cada que se hablaba de temas más profundos o históricos. Ella era de pensamiento comunista; yo, sin embargo, sólo conocía la existencia de algún Marx, del cual escuché en alguna clase de mis años colegiales, y recurría a él en mis incontables chamullos, de esta forma maquillaba inútilmente mi notoria ignorancia, en las cuales, Dannae, no tenía reparo en corregirme y hacerme sentir diminuto ante su excelsa sapiencia. Eso me obligó a comprar mi primer libro: El Manifiesto del Partido Comunista del dichoso Karl Marx.

Recuerdo haber leído con determinación las tres primeras páginas, pero su extenuante, catedrática y complicada redacción hizo que me arrepintiera inmediatamente de ese arranque intelectual, el resto del libro lo ojeé muy por encima, captando ideas clave que me permitieran fundamentar más mis conversaciones con Dannae, pero desde esa tarde no volví a tocar ese libro, el cual aún tengo en mi estante, como recuerdo de mi primera conexión, —por iniciativa propia —, con la lectura; pero que incluso al día de hoy, con unos cuantos libros más en mi haber, no volvería a leerlo ni aunque tuviera todo el tiempo del mundo.

Sin embargo no todo lo de ese libro fue malo, ya que me hizo descubrir que no había olor más adictivo y placentero que el de la hoja de papel de un libro antiguo, ese aroma añejo que te traslada al momento de la historia en el que fue escrito, que en ese simple aroma descubres el olor del dolor, del engaño, de las lágrimas, de las guerras, de los amores prohibidos, de la vida miserable; y es que cada hoja tiene impregnada con tinta las vivencias y sentimientos de cientos de personas y de miles de momentos, pero era un aroma que el Marco de ese entonces no entendía, pero del cual ya estaba fascinado.

Después de aquella primera cita con Dannae, le siguieron muchas más, hasta que una tarde de octubre ella respondió con un sí ante mi petición de que sea mi novia, mi compañera en esa soledad extenuante, que con su compañía se hacía menos tortuosa. Siguieron meses de mucha calma y mi caos se vio debilitado y aplacado, casi moribundo. Fue una relación muy corta, pero que tuvo dos etapas muy marcadas; dos etapas en las que ambos salimos heridos y cambiados; pero que es una historia muy larga que merece un libro entero para contar con detalle cada día, el cual algún día tendré el valor de escribir.

Dannae, sentía un amor inmaculado por la literatura clásica, no era por obligación y consecuencia de su carrera; ella de verdad amaba mucho leer a Charles Dickens, León Tolstoi, Gustave Flaubert, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, García Márquez, Vargas Llosa y una infinidad de autores de larga trayectoria, de los cuales yo no tenía conocimiento de su existencia. Ella leía en todo lado, en el bus, en la plaza, en el super, en absolutamente todo lado; mi departamento no era una excepción, y en sus incontables visitas, habían espaciosos ratos en los que ella leía recostada, algunas veces con el cabello suelto, otras muchas con un moño mal hecho; tan mal hecho, que dejaba caer un mechón de cabello ondeado del cerquillo hacía sus blancas mejillas, el cual le incomodaba y se lo acomodaba detrás de su oreja, en la cual también sujetaba un lápiz que usaba para subrayar frases o partes del texto que le gustaban; mientras tanto yo revisaba mis redes y contemplaba su belleza, orgulloso de verla y saber que aquella mujer tan sublime, hermosa e interesante me correspondía y para ella no existía otro hombre que no fuese yo, siendo la única persona en mi vida de la cual estaba seguro de sus sentimientos hacia mí, fue la única persona que me enseñó el verdadero significado de amar, y que sobre todo, curó, cosió y vendó aquellas heridas abiertas, que la vida, sin compasión ni piedad me provocó desde muy niño.

* PARTE IV *

En la agricultura real, una manzana buena no puede sanar a una podrida; pero en la vida real, la bondad, las costumbres buenas, y sobre todo el intelecto, sí puede ser contagiado a una persona podrida y así redimirla de su podredumbre.

—   Cielo, cierra los ojos—, dije, mientras tenía mis dos manos detrás de mí. — Te tengo una sorpresa—. Añadí con una sonrisa traviesa. Ella asintió, y con suma parsimonia cerró su libro y con dócil obediencia cerró los ojos, mientras su sonrisa acentuaba aquellos hoyuelos de sus mejillas que de tan sólo recordarlos me siguen causando ese cosquilleo en mi abdomen.

—   ¡Ábrelos! — Exclamé con acento empalagoso. Al momento de abrirlos, ella vio al hombre que tanto amaba, sujetando dos libros, uno más grueso que el otro. Uno era El Perro de los Backserville, de Artur Conan Doyle, y el otro era No se lo digas a nadie, de Jaime Bayly. Increíblemente para ella, el más grueso lo había comprado para mí, pero más grande fue su asombro al darse cuenta de que su amado, quien había sido tan renuente a la lectura, estaba dispuesto a compartir sus aficiones y aunque para ella Bayly no era de su agrado, estaba muy feliz de que aquel hombre melancólico y lleno de tantas historias, pero que amaba intensamente, esté dispuesto a descubrir nuevas y ajenas aventuras.

—   No tienes idea de cuánto te amo, mi cielo—. Me susurró tiernamente mientras sujetaba mi rostro con sus manos, y me dio un tierno beso, acto seguido acarició mis cabellos, haciendo el ademán de arreglarlos. Su mirada fue la definición absoluta de lo que es estar enamorada, y esa pureza de sus ojos no la volví a ver después, ni nunca, en mis desafortunados amoríos futuros. — Gracias, cariño, me encanta—. Añadió sonriente.

El Manifiesto del Partido Comunista definitivamente no fue el libro ideal para engancharme con la lectura, pero No se lo digas a nadie despertó esa ferviente pasión por los libros, y aunque la historia era por momentos burda, yo estaba fascinado descubriendo palabras nuevas, y si algo admiro de Bayly, es el léxico que tiene al momento de escribir y hablar. Al comienzo no disfrutaba mucho de las historias, disfrutaba más de las palabras, las cuales subrayaba, buscaba su definición y repetía decenas de veces en mi mente para que se me queden grabadas de por vida, volviéndome así, un cazador de palabras.

Con los meses me enganché tan igual o más que Dannae por la lectura, sus visitas a mi casa se convertían en largas horas de lectura conjunta, ella leía acompañada de un café y yo leía acompañado de un vaso de Cuba Libre y una cajetilla de cigarros, pero en ese silencio sepulcral, había un mudo amor que emanaba por todo el departamento. Un día, mientras leía Madame Bovary, alcé mi mirada hacia Dannae, y me di cuenta de que ella estaba sentada, abrazando sus rodillas y con el mentón encima de ellas, mirándome, como quien ve al amor de su vida; yo, por otra parte, sonreí sin saber qué decir, y algo nervioso, como cuando la vi por primera vez en aquel bar. — No tienes ni idea de lo sexy que te ves leyendo—. Me dijo con un tono seductor. Algo inquietante para mí, ya que dado a que ella era muy creyente de Dios, el sexo antes del matrimonio no estaba en sus planes, decisión que respeté, ya que, por primera vez en mi vida, la compañía de una mujer era mucho más placentera que el intrínseco deseo sexual que habita en el ser humano.

Ella se paró del sillón en el que estaba, dejó el libro sobre la mesa de centro, y con sus pies descalzos caminó hacia mí, se sentó a lado mío, en el mueble dónde me encontraba echado, con serena sensualidad cerró mi libro y me miró fijamente a los ojos, mientras sus mechones de cabellos acariciaban mi rostro. Todo el ambiente se cargó de una sensual tensión; yo, quién había tenido un extenso currículo de experiencias sexuales, estaba atónito y paralizado, como cuando un adolescente casto se encuentra frente a una prostituta, intimidado por su experiencia, paralizado ante el temor de hacer algo que pueda ofenderla, esperando una señal e instrucciones de cómo hacerlo. Ella, después de contemplarme por unos largos segundos, sonrió, y mientras lo hacía, se le humedecían los ojos, dejando caer una lágrima sobre mi mejilla, limpiándola en seguida con suma delicadeza, acariciando mi rostro con mucha dulzura. Estaba confundido, ya que sabía que no lloraba de tristeza, pero no cabía en mi entendimiento esa expresión tan pura de plenitud, felicidad y amor, era un sentimiento tan sincero y divino, como si supiera que al seguir sus deseos iba a ser desterrada del Olimpo al que pertenecía, por enredarse con un mortal; y ese sacrilegio no iba a ser permitido por ningún Dios.

Después de secar su lágrima de mi mejilla, juntó sus labios húmedos con los míos; los nervios que tenía dentro de mí eran tan o más intensos que la primera vez que nos besamos; fue un beso muy lento, pero erótico en demasía. Empezó a besar mi labio inferior, y a su vez lo acariciaba con su lengua, todo era muy suave y lento, sutil y seductor, pero a medida que pasaban los segundos, presionaba cada vez más sus labios con los míos, y en ese beso tan húmedo, empezamos a mezclar nuestras lenguas, ya de forma menos delicada, —la pasión se iba enardeciendo—, mientras ese estancamiento que había sufrido al inicio se iba desvaneciendo con el pasar del tiempo.

De cierta forma no quería apresurar las cosas, sabía con total certeza de que no había hombre que haya desvirgado a esa Diosa, quien virginal y pura se había mantenido hasta esa tarde, así que antes de ser yo quien toque por primera vez su intimidad, tomé su mano y la bajé hasta mi abdomen, que colindaba con mi pelvis; ella paró de besarme, con los labios enrojecidos e irritados y con una mirada sin expresión, pero directa a mis ojos, empezó a acariciar mi abdomen con sus manos heladas, y en cada caricia circular adentraba cada vez más sus manos hacía mi zona pélvica, haciendo tortuosa la espera, pero que en cuestión de segundos llegó a su fin, y sus largos dedos fríos tuvieron su primer contacto con mi falo, que, desde que la vi acercarse con sus pies descalzos, había empezado a endurecerse. En toda esa formalidad previa, Dannae no dejó de verme a los ojos sin besarme, fue cuando sus dedos abrazaron mi falo cuando ella apartó su mirada de mí, y cerrando los ojos absorbió un poco de aire tiritante, el cual contuvo por un par de segundos, estirando mi prepucio hacia abajo, mientras ella exhaló un gemido silencioso, y retornó a besarme a medida que iba agitando con vehemencia mi erguido miembro.

Yo la amaba, y al momento de escribir esto siento que la sigo amando; un amor tan puro como el de ella no puede dejar de ser correspondido nunca. Para mí el sexo no era algo nuevo, así que, durante muchos minutos de aquella tarde, dejé que ella explore el sexo a su ritmo y manera, dándole el control absoluto de la situación.

Después de que ella me masturbase y besara cada parte de mis labios y alrededores, sentí que era momento de guiarla al siguiente paso, así que me senté y la senté a ella encima mío, pero mirándonos a la cara, con sus rodillas rodeando mis caderas; acto seguido empecé a lamer su cuello con suma delicadeza, mientras hacía suaves caricias en la zona lumbar de su espalda, lugar donde se concentran miles de terminaciones nerviosas, que al saber acariciar, generan mucho placer, estimulando a la otra persona y erizan toda su piel como respuesta al estímulo; mis manos estaban congeladas también, producto de los nervios, pero no se intimidaron y con profesional destreza, con la mano derecha desabroché su brasier, cayendo hasta sus codos, calcando la silueta de sus pezones erectos en su camiseta blanca, los cuales presioné con mis dientes, prudentemente, ya que no quería someterla a mucho dolor en su primera vez, pero tampoco quería que su primera vez sea un simple coito, el cual pasaría a la historia y al olvido con el pasar del tiempo. Al presionar sus pezones ella jadeó levemente, mientras yo lamía y presionaba sus senos, humedeciendo la camiseta, la cual empezó a transparentarse, dejando ver con más claridad sus rosados pezones.

Al alzar mi vista hacia su rostro, ya con los últimos rayos de luz del ocaso, logré ver que sus pupilas estaban sumamente dilatadas, como si hubiera sido poseída por Afrodita y la lascivia y la lujuria hubieran suprimido toda pureza de su haber, mordiéndose su labio inferior como muestra de desesperación porque la haga mía; pero yo sabía de la importancia del ritual previo antes del coito, ya que de hacer bien todo, pensaba que el coito no debería de durar muchos minutos antes de que ambos lleguemos al clímax. La besé mientras presionaba su sexo aún arropado con el mío, y frotándonos representábamos una inocente actuación del sexo. Ya con el torso desnudo de ella, empecé a tocar suavemente su abdomen, el cual encogía con espasmos cada que la tocaba con mis dedos petrificados de frío, y exhalaba jadeos lujuriosos en cada tacto, hasta que de pronto puse mi mano en su intimidad, sintiendo un calor que hacía recobrar la sensibilidad a mis dedos, pudiendo observar cómo la humedad de sus fluidos empezaba a mojar tenuemente los tejidos de su blue jean.

—   Hazlo, por favor—. Suplicaba con susurros ahogados, pero aún tenía toda una parafernalia antes de tener la dicha de hacerla mía. Es por eso que, con mis dedos aún fríos, empecé a desabotonar sus pantalones, metiendo mi mano entre sus bragas, tocando su intimidad a flor de piel, sintiendo el deseo virulento de empezar con el coito, pero el cual controlé por el placer de ambos.

Ya despojada de sus prendas en su totalidad, pude contemplar su desnudez, su piel blanca era como un lienzo vacío el cual iba a ser pintado con una representación del arte del sexo. Su cuerpo era mucho más perfecto del que yo me imaginaba, pero de una perfección real, no la imagen estereotipada y perfecta que nos vende la sociedad; sus senos eran pequeños, pero contaban con una equidad perfecta, y un color de pezón rosado claro; su abdomen era plano, más no marcado por el extenuante entreno de una rutina de gimnasio, sino que era plano pero con la grasa abdominal natural en toda persona; en sus nalgas noté unas pequeñas estrías, que surcaban en la parte superior del glúteo, pero que no hacían más que adornar su perfecto trasero, el cual era de un tamaño ideal e irrealmente perfecto y erguido. La perfección del momento se basó en lo real y espontáneo que fue todo, el deseo súbito que despertó en ella sin premeditación alguna, esto se hacía notar en el vello púbico que, aunque no estaba descuidado, dibujaba una franja negra en su entrepierna, que no hacía más que demostrar que todo esto era genuino e inocente. Pero si hubo algo que despertó el deseo desde que la conocí, fue el perfecto cuidado de sus pies y manos, las uñas bien cuidadas y pintadas no hacían más que terminar de ataviar su perfección con esmalte rojo vivo, que con la luz de la noche reflejaban como faroles encandilados.

En su máxima expresión de sumisión e inocencia, y seguramente influenciada por algún libro erótico de los que leía, se arrodilló, esperando a que acerque mi miembro hacia ella, para proceder a ejecutar una felación; pero después de desprenderme de todos mis atuendos, cogí su rostro con mi mano, estrujé sus cachetes y en una imitación previa a la felación, metí mi dedo pulgar en su boca, el cual ella chupó, haciéndome sentir el mover de su lengua mientras yo retiraba mi dedo. Ella no dejaba de ver mi pene erecto, en su rostro se notaba el nerviosismo de su primera vez, así que me arrodillé y la besé, cogiendo su rostro con mis manos y guiándola junto conmigo hasta estar parados de nuevo, empujándola contra el sillón con leve brusquedad. Después de eso me arrodillé en el suelo, y abrí sus piernas con mis brazos, pero ella puso cierta resistencia.

—¿Qué haces? — Dijo temerosa, mientras con sus manos tapaba su vulva.

—Tranquila, sólo cierra los ojos—. Respondí, mientras ella lentamente fue quitando sus manos y sus piernas dejaban de resistirse.

Una vez escuché a una sexóloga que hablaba sobre el sexo oral en mujeres, y hacía hincapié en que los movimientos tenían que ser pausados, que la brusquedad a pocas mujeres les generaba placer; eso lo había puesto a prueba en anteriores ocasiones, dando resultados favorables, incluso con las más exigentes. Así que lentamente me acerqué a sus labios vaginales, haciendo sentir mi respiración, pero sin tocarla aún. Afiné mis oídos y me percaté que la respiración se le había cortado, lo cual me indicaba que estaba todo listo para iniciar. Empecé pasando suavemente la punta de mi lengua por el centro de la vagina, haciendo movimientos rectos de arriba hacia abajo, y escuchaba que ella susurraba con gemidos “¡Ay Dios!” en repetidas ocasiones, — ¡Qué sacrilegio! — decía en mis adentros con cierta comicidad.

Después de rozar mi lengua por la vulva, salí de la zona, y empecé a besar sus muslos y alrededores de su vagina, todo muy suavemente, casi sin tocar su piel, hasta que, sin previo aviso, lamí bruscamente la parte media entre su ano y el inicio inferior de su vagina, ella exhaló un grito ahogado, clavando sus uñas en mis hombros. Acto seguido empecé a lamer y besar sus labios exteriores como si de una boca se tratara, de rato en rato metía la punta de mi lengua en la cavidad vaginal, y de rato en rato hacía movimientos circulares en su clítoris que parecía inflamado por el volumen que había adoptado, haciendo más fácil su ubicación. Su reacción era variable, por momentos me jalaba de los cabellos, por momentos se tapaba la boca con las manos, y por momentos se tomaba la frente con una mano y con otra se cogía el cuello, como quien se quiere ahorcar.

—   ¡Por favor! ¡Métemela! ¡Por favor! — Me suplicó ya no con susurros, sino con alaridos excitados. Entonces supe que estaba a segundos de ser el más dichoso entre los dichosos.

Extasiado por el momento, me paré y con mucha brusquedad enredé mis dedos de la mano en los cabellos de su nuca, y con vehemencia la llevé hacia mi miembro que estaba erecto a más no poder, sin ninguna resistencia ella empezó a chupar mi glande de la forma más húmeda; ambos estábamos poseídos en ese momento, alunados como lobos en apareamiento, yo la empujaba hacia mí, pero no con toda mi fuerza, siempre con prudencia para no lastimarla, pero grande fue mi asombro cuando ella adentró mi pene hasta lo más profundo que la fisionomía lo permitía, mi glande empezó a sentir las paredes de su faringe, lo cual avivó la pasión a la enésima potencia, teniendo que recurrir a mi fuerza mental para no eyacular. Con la misma brusquedad la jalé de los cabellos, retirando mi miembro de su boca, quien, con lágrimas en los ojos, y abundante saliva que chorreaba de su boca y de todas las partes de mi falo palpitante, me exigía con su mirada que terminara de una vez con su virginidad.

Conduje su rostro al mío y con ímpetu la besé, fue el beso más erótico que he tenido en mi vida, mezclado con un amor tan puro, que en ese momento me juré tan suyo, como ella mía, en total complicidad de un futuro lleno de erotismo, respeto y fidelidad.

La recosté en el reposa brazos del sillón, y ella me abrió las piernas y con una mirada lasciva me observaba mientras se lamía el dedo índice, y yo me daba la última masturbada antes de hacerla mía. Acto seguido puse mi glande en el inicio de la cavidad vaginal, con un suspenso desesperante, como cuando un cohete espacial hace el conteo regresivo antes de partir, — Siempre tuya mi amor, desde hoy hasta siempre, tuya y siempre tuya—. Me susurró, mientras con sus manos tomaba la parte de mis dorsales, jalándome lentamente hacia ella, mientras poco a poco mi pene se iba adentrando en su vagina. La miré a los ojos, y le di el beso más tierno que he dado en la vida, y con sumo cuidado rompí esa leve resistencia que da el himen aún no penetrado, pero que con la rigidez de mi miembro en ese momento, cedió sin dar mucha batalla, y entonces, en una entrada brusca entró la totalidad de mi pene, que sintió el calor de su vagina totalmente humedecida; ella por su parte, gimió de forma exagerada, más que un grito de placer, parecía un quejido de dolor, que provocó que sus uñas penetraran mis dorsales, brotando pequeñas gotas de sangre en ellas. Yo la seguía besando, e iba metiendo y sacando a ritmo pausado mi miembro dentro de ella, y a medida que iban pasando los segundos iba aumentando las revoluciones y la fuerza con la que realizaba la penetración. Cogí sus piernas y puse las plantas de sus pies encima de mi pecho, mientras me inclinaba hacia ella, haciendo que sus rodillas tocasen sus pechos, y yo la penetraba con arrebato y furia una y otra vez, ella lanzaba alaridos ahogados llenos de placer contenido.

Embriagado de deseo, la cargué sobre mi pecho, con un brazo sujetando sus nalgas, y la otra mano sujetando su espalda, mientras ella se sujetaba fuertemente de mi cuello, cabalgando mientras mis piernas con estoicismo soportaban el peso de los dos cuerpos. Antes de agotar la fuerza de mis brazos, la senté en la mesa del comedor de la sala y continué penetrando, mientras sus piernas abiertas reposaban en mis antebrazos, y los adornos de la mesa caían al suelo, rompiéndose uno a uno los más frágiles, pero la pasión era tan grande, que nada nos importó, y ambos con los cuerpos sudosos, gemíamos de placer.

Mi respirar era muy agitado, mi falta de ejercicio hizo que se vea mermado mi rendimiento, ella lo notó, bajó sus piernas de mis brazos y me besó fuertemente, bajándose de la mesa, movió con brusquedad la mesa de centro de la sala, haciendo que esta se tumbase, y me echó en la alfombra, mientras ella se subía encima mío, cogiendo mi pene aún muy erecto e introduciéndoselo, empezando a dar sentones de cuclillas. Tiempo después ella también ya muy agitada, se acercó a besarme, y yo tomé la posta de la situación, enredando nuevamente mis dedos en los cabellos de su nuca, apretando fuertemente sus labios con los míos, y empezando a embestirla con suma violencia, mientras entre dientes le preguntaba al oído, — ¿Quién es tu hombre? — mientras embestía cada vez con más fuerza, — Tú, mi amor, tú, sólo tú—. Respondía casi sollozando. Entre tantas embestidas ella empezó a mover sus caderas, haciendo presión contra mi pelvis, pero cada vez con más fuerza, mientras sus dientes iban mordiendo cada vez con más intensidad mi trapecio, hasta que de pronto su rostro empezó a fruncirse, levantó su torso mientras hacía cada vez movimientos más lentos y sin darme cuenta había empezado a introducir sus uñas en mi cuello, y su rostro dejó de fruncirse, para empezarse a dibujar una gran sonrisa, mientras mantenía los ojos cerrados y el rostro mirando hacia el techo. No lo dijo, pero era más que obvio que había llegado al orgasmo.

Mi misión había concluido, ahora me tocaba a mí terminar con el coito, así que, a la brevedad de su clímax, la puse en cuatro y empecé a embestirla nuevamente mientras daba jadeos de placer, y no pasó ni dos minutos, y saqué mi miembro, indicándole que se arrodillara, mientras me masturbaba con violencia, cogiéndola de los cabellos, — ¡Abre la boca! — Le ordené con autoridad, ella obedeció, y justo antes de eyacular, metí mi miembro entero dentro de su boca, botando chorros y chorros imparables de líquido blanco y caliente, dando alaridos de placer, mirándola a los ojos, como ella lo hacía conmigo. Terminé de eyacular hasta la última gota dentro de ella y analicé su rostro, que aún tenía mi falo en su boca; su lápiz delineador se había difuminado por las lágrimas durante el coito, y sus cabellos estaban mojados del sudor que provocó el esfuerzo de nuestro placer; pero ella quería terminar de complacer al que desde ese instante llamaría su hombre; dio una última felación a un pene que cada vez perdía más su rigidez, habiéndose tragado cada gota de mi abundante eyaculación, se paró y me dio un beso, el cual no me generó ningún tipo de asco.

—   Siempre tuya, te amo—. Me dijo con una sonrisa cómplice, generando en mí, un deseo inminente por abrazarla y besarle la frente. Así desnudos nos quedamos alrededor de media hora recostados en el sillón, cuando sin haber escrito nada nunca antes, le dediqué un pequeño poema que me inventé en ese momento.

 

Si la vida se acabase ahora, Dannae mía

Poco o nada me importaría,

Que la muerte, compañera mía, que me acecha y me persigue

me lleve de su mano a la paz que tanto anhelo

Pero tú, amor mío, recuérdame y guárdame en tus adentros

Que, aunque yo me haya ido lejos, muy lejos, al caldero de los olvidados

Tú, Dannae mía, atesórame en el recuerdo de tu inconsciente.

Yo, sin embargo, hasta en los infiernos más profundos te tendré presente

Y aunque te hayas ido, siempre estarás conmigo, cerca muy cerca

En la muerte o en el olvido, siempre te llevaré conmigo

Siempre mía, siempre tuyo, siempre nuestros, amada mía.

 

Mientras recitaba, lograba ver en la oscuridad de la noche cómo sus lágrimas caían como caudales de un manantial puro y paradisiaco, como si la sola idea de mi muerte provocase en ella un dolor insufrible e inimaginable, y al terminar, me besó repetidas veces y con brusquedad, — Siempre nuestros, mi amor, siempre—. Me dijo, mientras me besaba como si mañana no hubiera oportunidad. Te amo, te amo, te amo, repetía decenas de veces, mientras los ojos se le inflamaban de tanto llorar. Fue en ese momento cuando descubrí que mi forma de crear estaba muy ligada a mi esencia, al caos y la tragedia, pero que también lograba tocar las fibras más sensibles de los corazones, nunca de alegría, siempre de tristeza, y estaba condenado a ser un escritor triste, que necesitaba de mi esencia caótica y melancólica, que mi vida iba a ser fúnebre y grisácea; pero iba a ser un avivador de emociones, y eso me hacía melancólicamente feliz.

Dannae llegó a mi vida tal vez en un momento muy temprano, siento que, de haber llegado a estas alturas de mi vida, sería muy dichoso, y tal vez, el hombre más feliz entre todos los hombres. Así pasaron los meses y nuestro amor fue perdiendo su color, mi caos, que había sido aplacado y se encontraba en cuidados intensivos, se recuperó de forma rápida, aferrándose a mí, al hombre que pertenecía, abrigándome con su manto negro, que oscurecía y marchitaba todo lo que esté a su alrededor, incluyendo al amor puro de Dannae, apagando así su vida, dando un exhalo final lleno de odio hacia mí, regresando al Olimpo al que pertenecía, dejando su cuerpo inerte aquí en la tierra; entrando en un luto lleno de culpa, rabia y alcohol.

Ahí me encontraba esa tarde, después de la resaca, recostado sobre la alfombra en que algún día la hice mía, llorando desconsoladamente, el lamento de tener a mi madre lejos, el lamento del abandono prematuro y ruin de mi padre, el lamento de fracasar en el amor, el lamento de ser un bohemio sin futuro y, —en ese entonces—, el lamento insufrible de haber sido rechazado y lanzado al olvido eterno por la perfecta, bella e inteligente Dannae.

Ese día se cumplía un año de su muerte, y mi corazón lloraba de rabia y pena, apretándome el pecho con tanta fuerza, que sentía que en cualquier momento atravesaría mi torso y arrancaría mi corazón palpitante, que ni así lograría aplacar sus recuerdos, ni mi pena infinita por ya no tenerla. Cumpliendo al pie de la letra esa parte del poema “Y aunque te hayas ido, siempre estarás conmigo, cerca muy cerca.”

Esa tarde nació un escritor, que se descubrió por una mujer llamada Dannae, que vio en él a un excelente y cautivador relator de historias; ella me hizo ver que mi vida llena de heridas y cicatrices, era una fuente infinita de cuentos y relatos que podía escribir, fue la chispa que encendió el fuego de mis dedos al escribir, se lo debo a ella, sólo a ella; por siempre y para siempre. Siempre mía, siempre tuyo, siempre nuestros, amada mía.

* FIN *

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