Ya no es ningún secreto que mi padre optó por abandonarme antes de nacer, y es que hasta mis catorce años sí sentía que decir que no tener papá era un ultraje a mi dignidad, que de cierta forma, contarlo, era como pedir comentarios aflictivos y compasivos; era escuchar la típica frase de “tienes una madre fuerte que es padre y madre para ti” que me enervaba la sangre, porque era algo que ya sabía; y lo sabía porque lo viví y no necesitaba que nadie me lo diga, porque vi a una madre madrugar para prepararme el almuerzo e ir a uno de esos trabajos temporales, donde sólo con sacrificio, puntualidad, obediencia y una muy rebajada noción de lo que vale tu hora de trabajo, hacían que esos trabajos temporales se conviertan en trabajos medianamente estables. Porque vi a mi madre llegar muy cansada del trabajo, a estudiar, porque ella sabía que sólo una carrera podría sacarnos de esa digna pobreza en la que vivíamos. Entonces escuchar las palabras de aliento, teñidas de infamia, hacían que los vea con esa mirada llena de dolor y silencio sepulcral que me acompaño gran parte de mi vida. Ellos jamás sabrán lo que es una mujer fuerte, ya que mi madre nunca hizo saber sus problemas; éramos ella y yo, en busca de un futuro mejor.
Pasaron los años y el pequeño Marquito creció con la imagen de un padre bueno, amoroso, bondadoso; ya que mi madre, aparte de ser fuerte, siempre ha tenido un corazón de oro, y ¡Jamás! Nunca, se atrevió a decirme algo malo de él, no quería que mi corazón se llenara de ese merecido odio hacia mi padre; según ella (que es muy creyente de Dios) un hijo tiene que honrar a su padre y a su madre para tener vida eterna; en un acto de amor puro, no me quiso condenar.
Entonces ahí me ven con dieciséis años, pidiendo conocer a mi padre, con las ansias acumuladas durante años de darle un abrazo y decir un te quiero papá; con el sueño trunco de jugar al fútbol con él, de fingir que no sé hacer un nudo de corbata para que me lo enseñara papá; de afeitarnos frente al espejo, como en las películas, llenos de espuma, riéndonos, recuperando el tiempo perdido. Al menos esas fueron las expectativas de un Marco púbero, pero con corazón de infante.
Pasaron los meses y conocí a la familia de mi padre, ya que era necesario para continuar con la travesía de la búsqueda, ahí conocí a Doña Chepa, que al verme por primera vez, se arrodilló, cogió mis voluptuosas mejillas, y en una dramática y caudalosa catarata de lágrimas, me besó; y dijo que era igualito a él. ¿Qué ironía no? Era el más parecido a él, y el señor no tenía ni idea de qué será de mí.
Después de que mi madre pusiera al día a Doña Chepa, y le contara lo bien que me crio, y ya con la dirección exacta de mi padre, tocó el momento de despedirnos con una emotividad inmaculada, pura y santa, porque el pequeño Marquito lloró y abrazó a su abuela como si la conociera de toda la vida, poniendo en práctica las enseñanzas de su madre, y sin ningún tipo de rencor, la besó. En ese momento Doña Chepa cometió un solo error, sólo uno; y fue decirme que a mi padre le iba a dar ilusión por verme, que siempre había preguntado por mí, pero no tenía cómo contactarme.
Eran vacaciones de medio año en el colegio, y era el momento perfecto para emprender el viaje que daría alivio a estas ansias locas de conocer a mi padre, así que enrumbamos hacía la ciudad de Santa Cruz, Bolivia; lugar donde residía el bondadoso, amoroso y buen padre, Jorge Antonio…
No puedo olvidar ese día, por más que trato de suprimir ese momento, me es una utopía. Ahí estoy, parado frente a la puerta de nuestra habitación de hotel; la señorita de recepción había llamado para autorizar la subida de un señor, era él, era mi padre; dieciséis años de espera habían llegado a su fin. En esos minutos de espera, me cuestioné un montón de cosas, no sabía cómo lo iba a llamar, si papá o por su nombre, no sabía si abrazarlo o mantener la situación de forma serena; era como una bomba de emociones e incertidumbre que sentía que en algún momento iba a explotar, cuando de pronto sonó la puerta… no les miento, en mi cabeza había un silencio único, como cuando estás en el salón del colegio, sin profesor, jugando y gritando como si estuvieras en el patio de recreo, y de repente, sorpresivamente entra la directora del colegio; mis pensamientos eran como los susurros de mis compañeros, inentendibles pero temerosos; así era como me sentía cuando escuché la puerta; ya para cuando reaccioné, recién me di cuenta que tenía que abrir la puerta, y así lo hice.
En ese momento todo lo que había poder planeado, se desmoronó, porque quedé petrificado, el impacto emocional que tuve al verlo fue más, y sólo contemplaba ese momento; mi padre, ya con canas, una camiseta blanca, un blazer mostaza y unos jeans vaqueros clásicos, ¡Cuánto estilo! Mientras lo contemplaba caían sobre mis mejillas, lágrimas, que aún no logro diferenciar si fueron de alegría o de impotencia, más no hubo ninguna reacción, ni una facción en el rostro, sólo quería grabar el momento en mi memoria.
Mi padre empezó la conversación con una burda e inapropiada primera pregunta: “Hijo, ¿Cómo te llamas?” pero en ese momento no me importó, y respondí a cada una de sus preguntas, pero sin dejar de ver su rostro, cada detalle, cada arruga, cada lunar. Por otro lado mi madre lloraba al ver mi grado de humildad con mi padre, enorgullecida de haber criado a un buen hijo. Recuerdo que en ese tiempo dibujaba, me gustaba hacer retratos, y ahora que recuerdo el momento, parecía un niño mostrándole sus juguetes a papá; mientras le mostraba mis dibujos, recuerdo que mi padre me frotaba la cabeza, mientras ponía cara de asombro ante cada retrato.
Después extendió la invitación para que vayamos todos a comer algo, a lo que mi madre se negó, quería que éste sea un tiempo exclusivo de padre e hijo. Y así nos enrumbamos a pie por las calurosas calles de Santa Cruz. Mi sueño se cumplía, estaba caminando al costado de mi padre, y mientras me hacía preguntas triviales, como si tenía novia, o si ya había tenido mi primera mujer, llegábamos a un restaurante, me dijo que pida lo que quiera, y la verdad que estaba tan nervioso, que tenía el estómago revuelto, y opté por pedir una salteña y una gaseosa, y mientras comíamos, recuerdo que me dijo que siempre luchara por mis sueños, que si me gustaba dibujar, dibuje; que si quería cantar, cante; que hiciera lo que me haga feliz. Tal vez ese consejo fue lo único positivo que me pudo decir desde entonces.
No voy a entrar en detalles de lo que pasó después, pero terminé en un prostíbulo, rodeado de alcohol y de mujeres, brindando, y embriagándonos, ya con el alcohol en la sangre nos dio ese valor de decirnos lo mucho que nos queremos, haciendo promesas que no sabíamos si las íbamos a cumplir o siquiera nos íbamos a acordar al día siguiente. Recuerdo que me presumía con las mujeres que nos acompañaban, “¡Este es mi hijo!”, mucho más no recuerdo; no recuerdo cómo llegué al hotel, no recuerdo nada.
Desperté y las maletas ya estaban hechas, mi madre molesta, balbuceaba palabras que en ese momento eran como martillos en mi cabeza, sentía que tenía la lengua como una toalla, y que cada gota de saliva que producía era automáticamente absorbida por mi lengua; no entendía muy bien lo que pasaba, puesto a que era mi primera resaca, lo único que tenía claro es que nunca en mi vida volvería a tomar el famoso Singani.
Ya en el aeropuerto, volví a ver a mi padre, quien me embarcó y me dijo que me llamaría, que esté atento; nos dimos el último abrazo, y partí, sin saber que sería la última vez que lo vería.
El viaje de retorno fue silencioso y desolador para mí, sentía que un día no era suficiente, que le habían dado contentillo a mi alma, y que no había pasado ni una hora y ya lo extrañaba. Recuerdo que mi madre quería que le contara dónde tomamos, que más habíamos hecho, dado que hasta la fecha mi madre no sabe que me llevó a un prostíbulo, sólo sabe que fuimos a tomar, y es que ese iba a ser nuestro primer secreto de padre a hijo, que iba a ser cómplice de nuestra primera travesura, al menos así lo creí hasta la fecha.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y nunca en mi puta vida estuve tan pendiente de una llamada, nunca en mi puta vida sentí el deseo de hablar con alguien, nunca en mi puta vida había extrañado tanto a alguien. Era solo un niño que quería a su padre de vuelta, pero el maldito teléfono nunca recibió esa llamada.
16 de febrero del 2012, el día de mi cumpleaños número diecisiete, la herida ya había cicatrizado, luego de cuestionarme cientos de veces, ¿Qué hice mal? Y es que en esos momentos cometemos el error de siempre culparnos, de echarnos ese gran peso en la espalda, y cargar con la desidia y rechazo de otra persona; pero en fin, el dolor ya había pasado, estábamos festejando que acababa el colegio, que emprendía un nuevo rumbo que era la Universidad; pero en medio del Happy Birthday suena el teléfono, era Doña Chepa, y la costra en mi corazón se cayó, mis ilusiones brotaron como flores en la primavera después de un largo otoño, pero de una forma repentina, mi corazón se aceleró. Mi madre me llamó al teléfono, me acerqué temeroso, y hablé con ella… me deseó un feliz cumpleaños, me encomendó a la virgen en esta nueva etapa de mi vida, y me envió saludos de mi padre, que siempre piensa en mí, y que no pudo llamarme.
En ese momento mi corazón entró en luto, no quise saber nunca más de Doña Chepa, que siempre me engañó con mentiras, no quise saber nunca más de mi padre; que el esfuerzo que hizo mi madre para que no tenga sentimientos negativos hacia mi padre había fracasado, porque en el máximo esplendor de mi adolescencia, sólo cabía un sentimiento hacia mi padre, y era el odio; recuerdo que tenía una foto de mi padre cuando era joven, lo único que tenía de él, lo intenté quemar, pero aún no estaba preparado, y lo guardé en algún lugar que para ser sincero ya no recuerdo.
Así pasaron los años hasta el momento en que escribo esto, y ya con 25 años, tienes una definición más clara de lo que es el amor y el odio, y resulta que nunca lo odié, porque seamos sinceros, ¿Qué podía esperar de un hombre que nunca me crio? Era un poco infantil el hecho de pensar que recuperaríamos el tiempo perdido. Pasó lo que tuvo que pasar; pero me quedo con ese sentimiento de ilusión, con esa algarabía de aquella noche, con esos te quiero de una noche, me quedo con su recuerdo, y estés donde estés papá, si la vida nos vuelve a juntar, (claro que ya no será por mí, ahora tú me tendrás que buscar), con la humildad que mi madre sembró en mí desde pequeño, te voy a atender, te voy a abrazar, porque creo firmemente en que un hijo debe honrar a su padre y a su madre y te honraré hasta el día que me muera.
Estés donde estés, te quiero papá.
Atentamente,
Marco André